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Crucé un puente: de repente entraba en el paraíso y el infinito quedaba detrás. No es una exageración: es el puente de Unquera, sobre ... el río Deva, que separa 'Cantabria infinita' de 'Asturias, paraíso natural'. Son las cosas de los eslóganes turísticos, que a veces aciertan: después de una semana de gastar zapatilla por estos pagos atestiguo que Cantabria parece infinita y que Asturias, sin duda, es paraíso.
Empiezo a escribir en Llanes, asomado a la playa del Sablón. Acabo de bañarme bajo la lluvia y me espera un culín de sidra para inspirar estas líneas: si bebes, escribe. (Remato estas líneas en Ribadesella). Llevo días recorriendo eso que llaman El Camino del Norte. Hay gente que va anualmente al psiquiatra como una ITV personal, o a unos ejercicios espirituales, o a unas jornadas swingers. Mi terapia es un poco de Camino: yo aclaro mis ideas tirando millas, que es una forma de salir de tu zona de confort (qué expresión tan odiosa) pero estando dentro a la vez. Poco puedo contar de la actualidad de fuera: mientras el nuevo Gobierno Vasco juraba sus cargos yo me comía un plátano en un bosque de eucaliptos, y mientras la Eurocopa batía récords de audiencia yo me bañaba en una playa de San Vicente de la Barquera después de subir y bajar 'cuestonas', como las llaman aquí.
Aún me faltan tramos del Camino clásico, el llamado francés, pero me apetecía una incursión por la costa. El primer día empecé en Santander y terminé en Santillana del Mar 40 kilómetros después: creo que es el día que más he andado en mis 60 años de vida. En términos de periodismo deportivo, 'mi mejor marca personal'. Luego he disfrutado de Comillas, Llanes o Ribadesella. Por aquí ando cuando salgan estas líneas, cansado y feliz, aunque crece mi admiración por quienes completan el camino en un mes seguido: no sólo es cuestión de resistencia física (que también) sino psicológica para continuar un día tras otro tragando paisajes y kilómetros.
Sigo pensando que nada más exótico que echarse a andar, aunque sea tan cerca de casa: he pateado al lado de una holandesa que mueve contenedores por el mundo desde el puerto de Róterdam, un biólogo de Tokio al que no terminé de entender a qué se dedica, una australiana de luto por la muerte de su marido o un valenciano que hacía su décimo camino. Y todos, siempre, de buen rollo.
Y ahora, notas prácticas: cada vez que escribo del Camino me escriben lectores, como si fuera experto, cuando soy absoluto aficionado. Me ha sorprendido los pocos peregrinos que he visto (nada que ver con la superpoblación de las etapas gallegas). No voy a albergues: hago Camino de señor mayor; reservo hotelitos y lo que me pierdo de ambiente lo gano en la seguridad de una buena cama, una buena ducha y un sueño en paz. Mi maleta viaja de destino en destino gracias a Correos: por 40 euros te llevan el equipaje cada mañana, durante una semana, y tu solo acarreas tu mochilita con lo del día.
Más cosas concretas de mi experiencia de estos días: la etapa Santander-Santillana no es bonita, con mucha carretera y fábrica, pero el destino compensa. Comillas resulta estupenda: es la ciudad del modernismo arquitectónico (qué maravilla volver al Capricho de Gaudí) y donde Sánchez Arévalo rodó su deliciosa 'Primos'. Fantásticas las etapas de monte y playa (entre Llanes y Ribadesella, por ejemplo, el Camino va en un tramo literalmente sobre la arena) y los hoteles en casas de indianos, y las comidas y bebidas de la zona, tan buenas sin necesidad de literatura gastronómica, y leer cada mañana El Diario Montañés: qué bien lo hacen los compas de Santander. La base es dejarse sorprender: citando una vez más al gran Le Carré, hay que afrontar el Camino informado, pero no muy informado.
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