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ELENA VIÑAS
PASAIA.
Sábado, 19 de mayo 2018, 09:38
Si la lámina de agua ha sido siempre elemento de separación de los habitantes de las distintas orillas de la bahía y obstáculo para construir una identidad en común, el Festival Marítimo de Pasaia ha convertido ese brazo de mar en una plaza a la que desde este pasado jueves se asoman a diario miles de vecinos y visitantes. El corazón de un pueblo ligado desde tiempo inmemorial a la pesca se deja conquistar por embarcaciones que navegan por él, a toda vela, sumando siglos y siglos de historia. Y el mar salpica, como en los días de temporal, los distritos de Trintxerpe, San Pedro y San Juan -Antxo ha quedado fuera de la programación-, dejando una estela de actividades en las que el sabor a sal se conjuga con la historia y las más arraigadas tradiciones.
Algunas de ellas tomaban a media tarde de ayer el exterior de la Factoría Marítima Vasca Albaola, donde viejos oficios ligados a la construcción naval se recuperaban por unas horas. Ernesto Fernández desvelaba los secretos de la cordelería, confeccionando una gruesa soga a base de doblar una única cuerda hasta cuatro veces sobre sí misma. «La retorcemos girando todas las partes a la vez con esta máquina, similar a la última que se utilizó a principios del siglo XX en Hondarribia. Se ha construido a través de unos dibujos con la ayuda de una escuela francesa», señalaba.
Sus explicaciones parecían competir con las que Jon Iñaki Ormazabal ofrecía de una ferrería del siglo XVI que en breve abrirá sus puertas en el astillero. Ayudado por otros dos voluntarios de Albaola, trataba de poner en funcionamiento dos fuelles de grandes dimensiones, que mantenían vivo el fuego en la fragua alimentada por carbón para fabricar clavos. «Todos los elementos son réplicas exactas de los que la Diputación Foral de Gipuzkoa tiene en Zerain. Con ellos haremos los aproximadamente diez mil clavos que necesitará la nao San Juan», anunciaba. A pocos metros, los carpinteros de ribera trabajaban de forma artesanal en la elaboración de poleas y otros elementos de madera que también precisará el emblemático galeón para sumar piezas antes de su botadura, prevista de cara a 2020.
Otros barcos se convertían en el perfecto reclamo turístico en la misma orilla. El 'Kaskelor', 'Le Biche' y el 'Mater', que a punto está de estrenar una «ecopatrulla», para la que aspira a reclutar voluntarios. «Queremos recordar a la gente que disfruta del festival la responsabilidad que tiene en la gestión de los residuos para evitar que lleguen al mar», declaraba Izaskun Suberbiola, responsable del viejo atunero reconvertido en museo flotante.
Más embarcaciones echaban el ancla en los jardines de la plaza Bizkaia, en Donibane. Se trataba de una improvisada flota de naves recuperadas del olvido por diferentes asociaciones vascas. Su esencia marinera parecía contagiar algunas de las piezas que se ponían a la venta en el mercado de artesanía habilitado en el mismo espacio público. En él compartían protagonismo prendas de ropa de corte arrantzale, joyas de autor, juguetes tejidos en lana y otros complementos, como los confeccionados en tela por Maridomingi, sobrenombre de la sanjuandarra Izaro Mariezkurrena.
Otro sanjuandarra, el popular atleta veterano Antxon Basurko, presentaba en el Kulturgune de Donibane un video de mapas animados que ha montado en los últimos meses. «En días de regatas, en este pueblo solemos cantar eso de que «San Juan es tan pequeño, que no se ve en el mapa, pero jugando al remo a todos les encanta...». Es una falsedad, porque en un mapamundi de 1525 ya se marcaba dónde estaba», aseguraba mostrando la imagen recogida en su documental de diez minutos de duración, en el que se incluyen otras cartas de navegación y mapas que ha recopilado de archivos como el de Simancas. «También he incluido recreaciones en 3D de las murallas que tenemos. Se construyeron en 1667 para defendernos de los franceses», añadía.
El viaje al pasado cobraba fuerza al adentrarse en el casco antiguo de esta orilla, decorado con redes y aperos de pesca que visten las fachadas de las casas solariegas que hunden sus cimientos en las profundidades marinas. Remos, estrobos, barquitos de papel y peces de colores saltan de un lado a otro de la calle única empedrada y se deslizan caprichosos por los balcones de la plaza Santiago, más fotografiada que nunca. Las cámaras de fotos también disparan sin cesar en el muelle del Hospitalillo de Trintxerpe, escaparate de la «terriña galega». La lengua de Rosalía de Castro cobra vida en boca de protagonistas como Mercedes Marcelo, llegada del pueblo coruñés de Malpica para mostrar el trabajo que realiza con las redes de cerco. «La gente no deja de preguntarme si quedamos muchas rederas allí y les da pena cuando les respondo que somos ya pocas», confesaba en un escenario de tendales, encajes de bolillo y barcos antiguos que en otro tiempo salieron a faenar.
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