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Carlos Benito
Miércoles, 20 de abril 2016, 16:20
El mundo del rock está repleto de gente proclive al exceso, que carece del más elemental sentido de la medida, pero prácticamente todos ellos son el no va más de la formalidad y la moderación si los comparamos con el elegante caballero de la foto, bautizado como Alejandro Ramírez Casas y más conocido como Al Jourgensen. Se pueden escoger muchas historias para ilustrar cómo afronta la existencia el músico estadounidense, nacido en La Habana y emparentado con cubanos ilustres como Ernestina Lecuona, pero para variar escogeremos una que no tiene nada que ver con el vicio: hace unos años, la hija de Jourgensen (y no hablamos de una niña, sino de una mujer hecha y derecha) se atrevió a llamarle cobarde por no lucir ningún 'piercing', así que Al se apresuró a reservar hora en el 'parlour' y se colocó doce de una tacada en plena jeta. Si los juntamos con sus implantes de colmillos vampirescos y su tatuaje de una pirámide alada en mitad de la frente, el efecto es sin duda notable.
'Jesus Built My Hot Rod'
Él es así con todo, como un emperador de los insensatos, una especie de Lemmy biomecánico con una caja de ritmos por corazón: hablamos de un tipo que, cuando redactó sus memorias (con ayuda, porque su cerebro no siempre ha podido retener los datos), dedicó un capítulo completo a enumerar las cuantiosas drogas que había ido consumiendo durante la confección de cada disco. Su manera de vivir, sin más pedales que el acelerador, convierte su edad actual de 57 años en una sorpresa para todos sus fans: ha estado clínicamente muerto en más de una ocasión, acumula una bonita colección de sobredosis y ha afirmado alguna vez que aspiraba a completar el abecedario de los tipos de hepatitis. Una vez, por citar una muestra de su rico anecdotario, le picó una araña venenosa cuando dormía en el sofá de unos camellos. Y, después de años vomitando sangre, en una de sus últimas giras acabó «sangrando por todos los orificios que se pueden imaginar», según su gráfica descripción. Su ramalazo autodestructivo le llevó a comprar un arma para suicidarse en 2002, pero antes de despedirse de este mundo decidió regalarse una última ración de crack: mientras buscaba dinero en la cartera, se topó con el teléfono de una antigua 'groupie' y, en lugar de pegarse un tiro, acabó casándose con ella.
Al Jourgensen, cuyo sonoro apellido procede de su padrastro noruego, también es excesivo, en fin, en su manera de entender la música. El más conocido de sus proyectos, al que quedará unido sin remedio para la posteridad, es Ministry. Esa sobria denominación (mucho más presentable que la de otras bandas suyas, como los imaginativos Revolting Cocks o 1,000 Homo DJs) encubre una de las trayectorias estilísticas más extrañas e imprevisibles que se conocen, aunque él la resuma vagamente diciendo que suelen sonar como «ZZ Top con tecnología». Ministry arrancaron a principios de los 80 en Chicago como un grupo de tecnopop más o menos oscuro (esa fórmula domina lo que Al llama su «horrible primer álbum»), a continuación endurecieron su propuesta sin abandonar la electrónica y finalmente sumaron a la receta las guitarras desbocadas, los ritmos trepidantes y la abrasión generalizada de su inconfundible metal industrial, un desparrame de velocidad y ruido que cristalizó en tres álbumes canónicos: 'The Land Of Rape And Honey' (1986), 'The Mind Is A Terrible Thing To Taste' (1989) y, sobre todo, el llamado 'Psalm 69' (1992), que proporcionó a Jourgensen lo más parecido a un éxito comercial en forma del himno galopante 'Jesus Built My Hot Rod'. Sus directos, como se ha podido comprobar en más de una ocasión por aquí, son ensordecedores y despiadados.
La tarjeta de la marihuana
La muerte de su cómplice Mike Scaccia, guitarrista en buena parte de la carrera de Ministry, ha empujado a Jourgensen a dar carpetazo al grupo de su vida. Pero nuestro hombre no ha tardado en volver con un proyecto nuevo, Surgical Meth Machine, cuyo primer álbum «suena más a disco de Ministry que cualquier disco de Ministry», según el análisis del propio músico. De hecho, da la impresión de que el cambio de nombre le ha insuflado nuevas energías y le ha permitido sacudirse la rutina de sus últimos lanzamientos, en los que la fuerza bruta encubría a menudo una fatigosa escasez de ideas. El debut de Surgical Meth Machine es una barbaridad de agresión eléctrica y electrónica, lo que su sello describe como «un viaje en montaña rusa a través de demenciales sueños febriles», que arranca con varios cortes vertiginosos, inhumanos en su planteamiento rítmico: funcionan como un ametrallamiento sobre el que Jourgensen va vociferando sus ocurrencias, que en esta obsesión revelan cierta obsesión por la vacuidad y la intransigencia de las redes sociales.
Pero, curiosamente, en la segunda parte del álbum, el artista se permite reconectar con sus orígenes, que tantas veces ha denostado, con una versión de Devo ('Gates Of Steel') que da paso a varios temas más pausados, más cantados, próximos al pop electrónico de los comienzos de Ministry. «A mitad del disco me mudé de Texas a California y, en un par de semanas, conseguí mi tarjeta de consumidor de marihuana para usos médicos. Puedes ver cómo el álbum cambia completamente a partir de ese momento: pasa de ser un asalto realmente rápido y brutal a algo como 'guay, qué bonito está el cielo hoy'», ha explicado el artista a AllMusic, como parte de lo que él denomina sus «obligaciones promosexuales».
Surgical Meth Machine: 'Tragic Alert'
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