Carlos Benito
Miércoles, 11 de enero 2017, 18:33
Solange Knowles siempre pareció condenada a un incómodo papel de segundona. Ser la hermana menor de Beyoncé, una de las artistas más populares e influyentes del mundo, funciona como un arma de doble filo: por un lado, resulta evidente que Solange contó, ya de partida, con una visibilidad que otros no lograrán alcanzar jamás; por otro, parecía inevitable que la pobre hermana pequeña quedase siempre como un quiero y no puedo, una figura menor y un poco patética a la que casi no se distinguía al lado de la deslumbrante estrella de la casa. Hay que decir que ella siempre llevó muy bien la latosa carga de la fama de su hermana: «He tenido muchas puertas abiertas gracias a ella, pero al final espero que mi talento sea más importante que cualquier contacto que yo pueda tener», argumentó en una ocasión, además de recalcar siempre que, en realidad, Beyoncé y ella eran cantantes muy diferentes, con aspiraciones que no tenían mucho que ver. «La gente cree que debería existir una gran rivalidad entre nosotras, pero jamás ha habido ninguna competencia», insistía.
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No era palabrería hueca. Con el paso de los años, Solange se ha ido convirtiendo en una artista muy personal: en vez de dejarse arrastrar por la avasalladora corriente del 'mainstream', ha sabido orillarse, esperar y construirse un estilo propio con esmero casi artesanal. Un abismo separa a la Solange que editó su primer álbum a los 16 años (o la que, un año antes, había debutado acompañando al grupo de su hermana, Destiny's Child) de la mujer de 30 que ha encabezado listas con su lanzamiento de 2016, el ambicioso 'A Seat At The Table'. Es el tercer disco de estudio en una carrera que ha avanzado a pasos de gigante, lentos pero seguros: en el primero, solo era una muchachita que dejaba que otros la modelasen como aspirante a ídolo pop; en el segundo, seis años después, sacó a relucir su fascinación por la música negra de los 60 y los 70 e incluso por iconos blancos de aquella época, como Dusty Springfield; en el tercero, al cabo de otros ocho años, se ha revelado (y, en cierto modo, también se ha rebelado) como una artista total que aspira a ir más allá de los estribillos pegadizos, los éxitos de ventas y las volátiles vanidades de las revistas de moda.
Ella misma ha descrito 'A Seat At The Table' como «un proyecto sobre la identidad, el empoderamiento, la independencia, la pena y la curación». En una entrevista con 'W Magazine', se ha referido al álbum como «un disco punk», aunque evidentemente no se parezca nada a los Sex Pistols: «Es un disco muy honesto, turbador y angustiado, con todos los matices que quería expresar. Con la música punk, los chavales blancos consiguieron perturbar, mostrar rabia, destruir la propiedad y provocar revueltas. Me gusta pensar que este es mi momento punk y que voy a hacer eso con este álbum», ha desarrollado. El disco explora las implicaciones de ser negro en Estados Unidos a través de canciones de soul embriagador y sofisticado, con arreglos de aire psicodélico y trinos agudos a lo Minnie Riperton, y también a través de varios interludios que aportan base documental a la estructura temática del álbum: en uno de ellos, por ejemplo, habla su padre, que fue uno de los primeros estudiantes negros en su colegio de Alabama y sufrió todo tipo de acoso, desde los escupitajos de algunos padres hasta el maltrato de sus compañeros.
Situaciones desagradables
En el disco, Solange reivindica el orgullo negro y denuncia el racismo enquistado en la sociedad americana, que no solo tiene ocasionales manifestaciones trágicas sino también repercusiones cotidianas en forma de «microagresiones»: ella misma, pese a reconocerse como «privilegiada», ha relatado situaciones desagradables que ha experimentado en entornos mayoritariamente blancos, desde un reciente concierto de Kraftwerk hasta un tren de Milán a Basilea. La conciencia del problema no es nueva en la cantante, que ya a los 10 años participó en un concurso de talentos con 'Strange Fruit', el estremecedor 'standard' sobre el linchamiento de afroamericanos, y en 2009 desafió las convenciones estéticas del mercado al dejarse el pelo natural, sin planchados ni extensiones que ella experimentaba como «ataduras». Para dar forma a 'A Seat At The Table', Solange se mudó a New Iberia, la localidad de Luisiana de la que procede su familia, de donde sus abuelos maternos tuvieron que escapar hostigados por el Ku Klux Klan a raíz de un conflicto minero. Allí pasó tres meses, en la casa de una antigua plantación de caña de azúcar, aunque después completó el disco en California y también grabó algunas partes en lugares como Ghana y Jamaica.
Vídeo: Solange: 'Cranes In The Sky'
El resultado se ha convertido en un éxito comercial y crítico, que lógicamente no ha situado a Solange al nivel popular de su hermana (eso parece prácticamente imposible) pero sí ha corregido de algún modo el desequilibrio que existía entre las dos. 'A Seat At The Table' alcanzó el número uno en la lista Billboard y se ha situado en cabeza de varias clasificaciones de lo mejor de 2016: Pitchfork, por ejemplo, la aupó al primer puesto de la suya, dos lugares por delante del 'Lemonade' de Beyoncé. «'A Seat At The Table' -destacaba la reseña- es una versión contemporánea de los discos protesta de antaño, impregnado de la tradición de las cantantes de vanguardia que criticaban los males de la sociedad desde una perspectiva femenina».
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