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Carlos Benito
Miércoles, 24 de mayo 2017, 16:34
Si nos planteamos la historia del rock como una red viaria, con unas cuantas autopistas que canalizan la mayor parte del tráfico, Jane Weaver sería la conductora excéntrica que solo se mueve por retorcidas y remotas carreteras locales, poco transitadas pero con unas vistas espléndidas. Resulta casi imposible hablar de la cantante británica sin acuñar etiquetas casi esotéricas, en un intento desesperado de definir una música que bebe de estilos dispares y minoritarios y los reconfigura en una propuesta personal y limpia de gregarismos: su propio sello recuerda, en la presentación de su nuevo álbum (el séptimo, titulado 'Modern Kosmology'), la pasión que Weaver siente por «el krautrock de segunda mano», el punk femenino, los viejos sintetizadores o el pop «cosmopolita e impronunciable», entre otras exquisiteces. Si nos esforzamos en simplificar, lo suyo viene a ser pop progresivo, con un aire retrofuturista en su combinación de sonoridades pasadas y vocación exploratoria.
Jane Weaver nació en 1972 en Liverpool y vive en Manchester, ciudad a la que está ligada su carrera artística. De hecho, se puede encontrar un vínculo entre sus inicios y aquella era dorada de la música mancuniana que sobrevino a raíz del punk: su primer grupo, Kill Laura, tuvo como mentor al que fue mánager de Joy Division, Rob Gretton, que les editó tres sencillos y les consiguió un contrato con la multinacional Polydor. En alguna entrevista, Jane Weaver ha recordado cómo la discográfica les dio «montones de dinero», de manera que su forma de trabajar ha tenido que evolucionar «hacia atrás» hasta terminar en su actual preferencia por lo doméstico. El 'britpop' de Kill Laura se quedó lejos del estrellato, igual que el folk electrónico de su siguiente banda, Misty Dixon, y también los primeros álbumes en solitario de Weaver (el primero, de 2002, aunque había grabado uno en 1998 que no llegó a editarse) fueron artefactos de poco alcance, más bien subterráneos.
Cuentos de hadas
Su ramalazo psicodélico ya quedaba claro en aquellos intentos, aunque a menudo estaba más orientado hacia un formato de cantautora con base acústica. En sus últimos álbumes, sin embargo, su visión ha florecido en obras más ambiciosas, con colaboraciones de otros artistas y un tratamiento sonoro diverso y sorprendente: son discos como The Fallen By Watchbird, acompañado por un libro de cuentos de hadas escrito por la propia Jane, o The Silver Globe, con el que en 2014 consiguió ampliar horizontes y se coló en influyentes listas de lo mejor del año. En Modern Kosmology, lanzado la semana pasada, profundiza en la misma línea, con esas canciones que se le vienen a la cabeza como «imágenes totalmente formadas» y que después graba utilizando vetusta tecnología analógica. Las letras las escribió en soledad en la isla galesa de Anglesey, con fuentes de inspiración como la obra de la pintora sueca Hilma af Klint, una de las pioneras de la abstracción.
Sus influencias musicales, como siempre, resultan más difíciles de acotar y forman una lista sugerente. Ella misma ha declarado en alguna ocasión que el primer disco que se compró, en versión casete, fue The Kick Inside, de Kate Bush, y que eso pudo marcar su predilección por el pop etéreo y aventurado, que tensa los límites del género sin llegar a romperlos. Pero a esa base se le añaden ingredientes como el rock espacial de Hawkwind, las bandas sonoras italianas o la nueva ola francesa, con el agravante de que Jane está casada con Andy Votel, uno de los grandes arqueólogos sonoros de nuestro tiempo, acostumbrado a rescatar tesoros arrumbados por la historia o por la dictadura de lo anglosajón: rock turco, vocalistas iraníes, psicodelia sudamericana, bandas sonoras checas, electrónica española o lo que se tercie. «Siempre digo que Andy me ha descubierto alguna de la mejor música, pero también alguna de la peor. Y odia cualquier cosa contemporánea o indie, a menos que sea un grupo de chicas», se ríe Jane. Ella también regenta su propio sello, Bird Records, especializado en artistas femeninas de esas que se va encontrando por los recónditos vericuetos de la música.
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