Bowie, a mediados de los 60.

El camaleón novato

Hoy cumple medio siglo el álbum de debut de David Bowie, un disco raro que no permitía augurar un futuro de estrellato para aquel chaval de veinte años

Carlos Benito

Viernes, 2 de junio 2017, 12:04

Los discos de debut son a menudo una cosa estupenda, un derroche de frescura y talento, un alarde con el que los artistas tratan de mostrar al mundo todas sus habilidades: al fin y al cabo, a esas alturas de su carrera, la mayoría aún no sabe si va a contar con otra oportunidad para probar su valía. El primer álbum sirve como manifiesto y como 'portfolio', y puede ocurrir que el resto de la trayectoria de un músico no sea más que una derivación de las ideas contenidas en su borbotón inicial de creatividad. Pero hay excepciones, claro: en España es legendario el caso de Alejandro Sanz y aquella referencia suya de modernismo cañí acreditada a Alejandro Magno pero, entre las grandes figuras de la música global, uno de los casos más llamativos es el de David Bowie, por la discrepancia entre su colosal estatura posterior y el alcance limitadísimo de aquellos primeros envites a la fama.

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Hoy mismo cumple cincuenta años su primer álbum, el 'David Bowie' de 1967, que salió al mercado el mismo día que el 'Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band'. Mientras que el octavo álbum de los Beatles fue saludado como un ambicioso paso adelante en la historia del rock y una obra maestra de la psicodelia (y, como tal, se tiraba veintisiete semanas en lo más alto de las listas británicas y quince encabezando las americanas), el disco de David Bowie pasó sin pena ni gloria, como un raro artefacto difícil de catalogar y desconectado del pulso de los tiempos. Resulta inevitable citar a David Buckley, biógrafo de Bowie, para quien la presencia del álbum de debut en su discografía es «el equivalente en vinilo de la loca encerrada en el ático», ya que se trata de «lo menos rock and roll que uno podría imaginar». El propio artista se pasó la vida ignorando en buena medida su existencia «musicalmente es bastante estrafalario, no sé dónde tenía yo la cabeza», admitió una vez y, de hecho, tampoco puso título a su segundo álbum, como olvidándose de que ya había publicado uno. Aun así, el mercado hizo de las suyas y el primer 'David Bowie' acabó reeditado en versión de lujo hace siete años.

En 1967, Bowie tenía 20 años, pero ya había acumulado cierta veteranía en la escena londinense. También había acumulado unos cuantos fracasos: los primeros años de su carrera, desde que formó su primer grupo con 15 años, fueron una sucesión de proyectos (Konrads, King Bees, Manish Boys, Lower Third, Buzz) y de sencillos que no llegaron a nada. Hasta su nombre, Davy Jones, había quedado más o menos inutilizado por la existencia de otro Davy Jones mucho más famoso, el cantante inglés de los Monkees. Así que nuestro hombre se rebautizó como David Bowie (por el pionero James Bowie y su mítico cuchillo) y se dispuso a cambiar también su suerte con un primer álbum compuesto íntegramente por él. Pero lo que hizo en aquel disco no tenía nada que ver con el rhythm and blues de aquellos grupos primerizos: 'David Bowie' suena sobre todo a music hall, a las canciones más costumbristas y cabareteras de los Kinks y a las ensoñaciones infantiles de Syd Barrett, con una instrumentación acústica en la que desconcierta, por ejemplo, el entusiasta uso de la tuba, protagonista absoluta en el primer tema.

El disco siempre ha descolocado a los oyentes que han acudido a él buscando a alguno de los Bowies posteriores, y parece que tampoco entusiasmó a los aficionados de su época (solo llegó al puesto 125 de las listas británicas), pero en realidad brinda una experiencia interesante, incluso adictiva, si se escucha con una actitud positiva y libre de prejuicios. Son canciones que solo contactan ocasionalmente con el espíritu dominante a finales de los 60 (el vínculo más claro estaría en el sitar y la letra de 'Join The Gang'), pero tampoco suenan exactamente retro: los arreglos, que corrieron a cargo del propio Bowie y su amigo Derek Fearnley tras un aprendizaje contra reloj, incluyen chocantes apariciones de cuerdas, bombardinos, cornetas y efectos de sonido. Los temas de las letras tampoco se ajustan a lo convencional, aunque en algunos casos prefiguran obsesiones poéticas de la futura estrella. Todas son narrativas, como si hubiese musicado un libro de cuentos: hay una chica que se viste de hombre para incorporarse al ejército ('She's Got Medals'), un treintañero incapaz de alejarse de su madre ('Uncle Arthur'), un veterano de guerra quizá demasiado amigo de los críos ('Little Bombardier'), una famosa modelo enferma de soledad ('Maid Of Bond Street'), una distopía de superpoblación con remate caníbal ('We Are Hungry Men') e incluso una canción situada en el Tíbet ('Silly Boy Blue'). Y, por supuesto, está el último corte, 'Please Mr. Gravedigger', que redobla la apuesta friki con una especie de dramatización radiofónica, en la que habla un asesino de niños y no faltan los estornudos. Para completar la panorámica resulta obligado escuchar también 'The Laughing Gnome', uno de los sencillos que precedieron al álbum, protagonizado por un gnomo que parlotea con acelerada voz de pitufo y se parte con juegos de palabras chorras: es una extravagancia que lo mismo puede repeler que cautivar.

La compañía discográfica se deshizo rápidamente de Bowie, que incluso tuvo que ponerse a trabajar en una copistería. Fue en aquella época cuando conoció al bailarín Lindsay Kemp y se puso a aprender danza, mimo, todas esas disciplinas que le permitirían convertirse en el mayor camaleón de la historia del rock. Él mismo admitió en alguna ocasión que, si aquel primer disco hubiese triunfado, tal vez nunca habríamos tenido al Bowie que todos conocemos: «En cierto modo, si las cosas me hubieran salido bien a mitad de los sesenta, un montón de influencias habrían quedado fuera de mi alcance».

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