La palabra exacta sobrevoló el Generalife, el martes, como en los sueños premonitorios de poetas y constructores de la Alhambra. Palabras, palabras y más palabras. Un caudaloso río de vocales y consonantes cayendo ordenadamente en cascada de la boca de Bob Dylan a los pies ... de Granada. Un río de 5.884 palabras al que, a diferencia del resto de conciertos de la gira, añadió guiños cariñosos con el público. «Qué hermoso lugar para tocar. Ojalá todas las noches fueran así», dijo casi al final, entre vítores y aplausos. En cualquier caso, Dylan entró, cantó las 5.884 palabras de 17 temas sin parar y salió. Sin embargo, la única palabra que no pronunció es la que se repetirá ahora y siempre, cada vez que alguien recuerde la noche en que el hijo de Minnesota obró el milagro. Donostia le espera el lunes y el martes para su doble cita en el Kursaal.
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El paso de Dylan por el Generalife fue posible gracias a la unión del Festival de Música y Danza (que se celebra del 21 de junio al 19 de julio, en la Alhambra) y el Ciclo 1001 Músicas (que en septiembre regresa a este mismo escenario único con Elvis Costello, Ara Malikian, Luz Casal, Andrés Calamaro, 091, Pablo López, Suede y Raphael). Una cita en la que, como en el resto de la gira, estaban prohibidos los móviles y las cámaras de fotos. Por eso, la fotografía que acompaña estas líneas, la única foto existente de la gira española de 'Rough and Rowdy Ways', es tan especial: una foto para la Historia.
La banda se congregó en el centro de las tablas, arropados por los cipreses del Generalife. Y, quizás porque Dylan pertenece a la larga y vieja estirpe de los contadores de historias, los cinco músicos le rodearon como si fuera la hoguera en una noche de cuentos. Ninguno le quitó ojo en toda la velada, conscientes de que en cualquier momento podía cambiar el paso.
«Qué pasa conmigo, no tengo mucho que decir», empezó, con voz profunda y mortal, confesando que, a sus 82 años, toma café y mira el río fluir como el humo del tabaco. La primera canción, 'Watching The River Flow', se derramó por las butacas del teatro con la extraña sensación de que se evaporaba en el aire. Mil doscientos pares de ojos observaban a Dylan en su piano mientras buscaban en lo profundo del cerebro un botón rojo, un clic que grabase el recuerdo en una nube invisible a la que poder volver después. Los móviles quedaron apagados y atrapados en unas bolsas de tela. Tampoco hubo cámaras de vídeo ni fotógrafos.
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La forma en que Dylan pronunció «multitudes» contenía infinidad de sonidos. Esta fue, sin duda, la primera gran canción de la noche, la que marcó el final del ensayo involuntario y puso las cosas en su sitio. Luego, con 'False Prophet', subiendo y bajando del piano, retó al mismísimo Dios con una risa canalla. En 'When I Paint My Masterpiece', Dylan alargó intencionadamente el 'Spain' de «en una noche fría y oscura en las escaleras de España», provocando un aplauso en las butacas.
Hacia mitad del concierto, coincidiendo con 'I'll Be Your Baby Tonight', se hizo de noche, lo que aumentó el poder de los sentidos: las luces brillaban más, olía a limones y hierbas, y nadie, absolutamente nadie tenía la tentación de sacar el móvil y estropear la velada.
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'Black Rider', 'My Own Version of You', 'Key West', 'That Old Black Magic'... El repertorio no tuvo sorpresas, fue el esperado de la gira. Y 'arena' fue, precisamente, la palabra 5.884. «Estoy colgando en el filo de la realidad, como cada gorrión que cae, como cada grano de arena». El reloj agotó su tiempo, el público se levantó y aplaudió y el escenario se consumió como un agujero negro.
Tras la ovación final, con el vacío, la memoria rastrea en la nube en busca de 'Mother of the Muses', una de las canciones más bellas de la noche, en la que soltó aquello de «qué hermoso lugar para tocar. Ojalá todas las noches fueran así».
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Ahora espera San Sebastián.
Como las fotos y los móviles estaban prohibidos, el dibujante de cómics y ganador del Eisner Gabriel H. Walta, se convirtió en testigo excepcional del concierto de Bob Dylan. Armado con libreta, lápices y rotuladores, Walta siguió las órdenes de Dylan como uno más de la banda. Su mano fue durante todo el concierto un borrón, un rasgueo sobre el papel que extendía la melodía con líneas y trazos. Como en los juicios americanos, el artista reprodujo en su libreta una noche única. «Ha sido muy guay -dijo-. Me sentí en sintonía con la música. Me ha pasado como a ellos, que al principio costó y luego, cuando estábamos rodados, empezó a salir bien».
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