Seis veces ha traído el Jazzaldia a Donostia a Silvia Pérez Cruz. En una de ellas, que buena es la autora, nos plantó una especie de food truck en el escenario del Teatro Victoria Eugenia. En otra erizó los pelos de media provincia en compañía ... de Marco Mezquida. También la vimos en una soleada parranda bajo techo con su big band. Y todas ellas languidecen ante su concierto de este martes en el Kursaal. Un momento inenarrable. Único. Irrepetible.
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Definitivamente, el problema son nuestros ojos y nuestros oídos. Enclaustrados en los férreos estilos musicales. Si lo analizáramos de esa manera, con bata de cirujano y escalpelo, nos saldría un vademécum de palabras que no alcanzarían a explicar el concierto. Eso debe ser el arte, supongo.
La parada del martes venía apoyada en el disco 'Toda la vida, un día', obra de cinco movimientos (infancia, juventud, madurez, vejez y renacimiento). Cada uno de ellos tuvo su iluminación en el evento. Amarilla la infancia, verde la madurez.... Un sencillo foco, unas luces sobre el círculo en el que se aposentaron los músicos, virtuosos entre los virtuosos (el violinista tocaba la trompeta y la batería, por ejemplo).
Ella nos deleitó viajando vocalmente del fado a lo andaluz, de la tierra a la luna. Paeseos realizados de forma asombrosamente natural sin cambiar de hoja de partituras. Visitando los sitios más tenebrosos para acabar con fabulosas orquestas de cuerdas. Aparcando nuestros pestañeos con una sección a capela. Mostrando y demostrando que Radiohead, Anohni o Rosalía morirían de envidia al escuchar 'Tots el finals del món' o 'Salir'.
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Haciendo de puente invisible entre Latinoamérica ('Mechita') y España en fondo y forma, en letra y ritmo. Realizando composiciones inmortales ('Em moro').
Y juega. Se divierte. Con el talento y con los espectadores. Colando poemas inesperados de Pessoa y extractos de 'La Llorona'. Con la fuerza de la ópera y la frescura del rap ('Llora'). Cantando una poesía para luego lanzar la canción para bajarle el pistón e improvisar otro momento. Dejando la sensación de que nunca has visto nada igual y, a la vez, que todo parece muy sencillo. Sin perder nunca la sonrisa sobre las tablas.
Fue un espectáculo que nos llegó subyugante, indescriptible, emocionante como ninguno. Al salir del auditorio, la caída de una lágrima -real o interna- nos recordó que Silvia Pérez Cruz nos había llevado, una vez más, a picos nunca hollados.
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