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Fue una de las grandes veladas de la Quincena. Lo fue porque unió a grandísimos intérpretes –la Budapest Festival Orchestra, cuatro grandes solistas y el Orfeón Donostiarra– y porque lo hizo, además, con la grandeza de la música de Mozart, que funcionó como el vehículo ... perfecto para celebrar el noventa cumpleaños de El Diario Vasco. Por eso nadie quiso perderse la cita y se agotaron las entradas. El director general de DV, Iñigo Barrenechea, que acudió con su mujer, Nieves García; el presidente del Orfeón Donostiarra, Antxon Elosegui, acompañado de su esposa, Julia Basabe, y las concejalas del Ayuntamiento de Donostia Olatz Yarza y Ane Oyarbide tampoco quisieron faltar al encuentro. A ellos se sumó un grupo de once jóvenes que asistían por primera vez a un concierto invitados por el festival gracias al programa #ConversanDO.
Si en la entrada del Kursaal había un público expectante, en el escenario esperaban grandes músicos: la orquesta húngara y su director titular, Ivan Fischer, que habían ofrecido el día anterior uno de los mejores encuentros de esta edición de la Quincena. Ayer volvieron a demostrar su enorme calidad con un repertorio bien diferente, un monográfico Mozart que incluía dos obras deliciosas: la 'Sinfonía nº 38 en re mayor KV 504, Praga' y el indispensable y siempre conmovedor 'Réquiem'.
El encuentro se abrió con una 'Praga' que dejó claro por qué la Budapest Festival Orchestra está considerada una especialista en la música del compositor salzburgués. Tal y como cabía esperar, se presentó con un conjunto mucho más reducido que en su primer concierto del sábado, buscando y consiguiendo esa frescura y limpieza que respira la música de Mozart. Y, sin duda, lo consiguió. Recibimos cada línea melódica con una claridad impoluta. La orquesta, extraordinaria en todas sus secciones, dibujó cada motivo con elocuencia respetando el estilo clásico de la obra y marcando cada acento, hasta el más escondido, para regalar un discurso tan lógico como hipnótico.
Ivan Fischer mantuvo un orgánico instrumental de similar tamaño para el 'Réquiem'. El Orfeón, con más de un centenar de cantores, dobló sobradamente al número de músicos de la orquesta, que Fischer dispuso de una manera curiosa. Situó a los tres trombones justo delante del coro, por delante de ellos a los cantantes solistas y llevó a las maderas junto a él, donde habitualmente se sitúan soprano, contralto, tenor y bajo, de manera que el público podía observar de cerca a los corni di basetto, instrumento de la familia del clarinete y para el que Mozart escribió algunos pasajes de sus obras. Y el resultado fue magnífico. Todo fluyó, en un equilibrado conglomerado sonoro de voces e instrumentos. El Orfeón sonó tan cristalino, limpio y empastado como la orquesta, con una perfecta dicción que se pudo sentir desde el estremecedor 'Introitus: Requiem eternam' que da inicio a la obra.
Parecía que llevaban toda la vida cantando junto a la Budapest Festival Orchestra y siguiendo las indicaciones de Fischer, que marcó mucho los silencios entre las partes, buscando, quizá, un mayor misticismo. El buen trabajo de los solistas sumó aún más alicientes a una velada apasionante. Hermoso color el del bajo Hanno Müller-Brachmann en el 'Tuba mirum', convincente la soprano Anna Lena Elbert en 'Lux aeterna y bien compensados los cuatro solistas en el 'Benedictus'. Los cantantes, el coro y la orquesta dieron lo mejor de sí para transmitir al público toda la belleza y la profundidad del gran Mozart.
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