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Carlos Benito
Sábado, 13 de julio 2024, 08:54
Todos sabemos que la mejor creación de Grace Jones es Grace Jones, ese personaje de apariencia impactante e inolvidable y comportamiento no menos atípico. Más allá de sus discos o sus interpretaciones cinematográficas, Grace Jones es una obra de arte en sí misma, de modo ... que casi habría bastado que se diese unos paseos por el escenario principal del Bilbao BBK Live, con esos taconazos que lucía, para que la actuación hubiese merecido la pena. Lo que no todo el mundo tiene tan claro es que, en el plano musical, la alienígena jamaicano-estadounidense –que, según los biógrafos más concienzudos, ha cumplido ya los 76, aunque sobre ese asunto espinoso de la edad siempre ha habido debate– puede presumir de una producción valiosa, que logra enlazar los sound systems de su isla natal, el desenfreno disco de los clubes neoyorquinos donde reinó a finales de los 70, el chic de aquel París en el que sedujo a la industria de la moda y la fiebre nuevaolera de los primeros 80, después de que germinase una semilla punk que, en cierto modo, Grace siempre llevó en su interior.
De todo eso hubo en el concierto de anoche, pero, antes de nada y por encima de todo, estaba su persona, su presencia en carne y hueso, la extrañeza de tener ahí (¡en Kobetamendi!) a un icono fotografiado miles y miles de veces. El concierto empezó con media hora de retraso, algo muy poco habitual en el Bilbao BBK Live, y Grace apareció en una plataforma elevada, con una máscara dorada de calavera de la que brotaban una especie de rayos negros, como un ídolo pagano. Vamos, como lo que es. El primer tema fue su versión de 'Nightclubbing' de Iggy Pop, con un bajo potentísimo que habrían sabido apreciar sus predecesores de la víspera, Massive Attack, otros fanáticos de los graves y el legado jamaicano. Iggy, un año mayor que Grace, sirve también como oportuna referencia escénica: sería ridículo esperar que ambos brincasen y bailasen como en su juventud, pero los dos han sabido crear una versión estilizada y menos excesiva de sus míticas rutinas de antaño. Grace gesticula con los brazos, se tiende en el suelo, se acuclilla –y poca gente se acuclilla con más clase que ella– y hace sus muecas de desdén y de fiera peligrosa, con cierto aire de sesión de fotos.
Y, por supuesto, se cambia mucho de ropa. O en realidad no, porque lo que hace es algo más apañado y rápido: entre canción y canción se retira a la parte trasera del escenario y va combinando su corsé negro con diversos elementos de fantasía que alteran su apariencia como si fuese un conjunto nuevo: más caretas enigmáticas, una extraña capucha de red («quiero un vestido así», gritó un espectador), un peto metálico... Acompañada de seis músicos y dos coristas, todos ellos solidísimos, la vocalista incitó al baile funk con la inédita 'The Key', volvió al dub con su versión del 'Private Life' de Pretenders y roqueó en el 'Love Is The Drug' de Roxy Music. Y dio la sensación de pasárselo mejor a cada minuto que pasaba: Grace Jones nunca ha sido de tomarse a sí misma muy en serio, así que lo mismo se entregaba a ejercicios casi gimnásticos (en 'My Jamaican Guy', hubo un buen rato en el que los espectadores solo podían ver sus piernas y sus tacones apuntando al cielo) que se permitía ironizar, como cuando le entró la tos entre canción y canción y añadió unas cuantas toses grotescas, exageradas, a modo de parodia de su edad. El público, desarmado, se fue rindiendo a su encanto. Al principio, primaba sobre todo el asombro de verla tan parecida a nuestra imagen mental y con la misma voz de siempre, como una anomalía temporal, pero al final ya no se la miraba como a una Grace Jones bien conservada, sino como a la Grace Jones eterna.
Unas cuantas canciones exigen mención más detallada. En la hipersexual y muy bailada 'Pull Up To The Bumper', Grace recorrió el pasillo que atraviesa el público... ¡a hombros de un operario, al que después premió con un beso en la mejilla! Y la última del lote fue su mayor éxito, 'Slave To The Rhythm', que interpretó mientras hacía girar un hula-hop. Y no se trató de una versión precisamente corta, porque incluyó la presentación de la banda con un solo de cada uno, así que se tiró entre diez y quince minutos bailando heroicamente el aro. La introducción le sirvió, además, para aprender la palabra 'cachondo', que pareció encantarle y repitió varias veces. Pero hubo otros dos momentos cumbre que llegaron antes, a mitad del set. Uno fue 'I've Seen That Face Before', su versión del 'Libertango' de Astor Piazzolla, que ella convirtió en un nostálgico y sentimental canto a París con una melódica tomando el lugar del bandoneón. Ahí se arrancó con unos pasos de baile breves, pero que delataban sentimiento genuino.
Y 'Williams Blood' fue casi una película en sí misma. «Os voy a llevar a la iglesia», avisó, antes de aparecer con falda acampanada y pamela de feligresa para interpretar este tema autobiográfico, en el que explica que en ella no domina la herencia de su padre predicador, sino la materna, la de los Williams, la del abuelo que tocaba con Nat King Cole. Y, mientras repetía el verso «tengo en mí la sangre de los Williams», la indómita Grace se alzaba la falda y se golpeaba la entrepierna con una baqueta. ¿Qué iban a enseñarle a ella los punkis?
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