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El cine de Hollywood cumplió en España, como en ningún otro sitio, su función de 'fábrica de sueños'. En una sociedad gobernada por curas ultramontanos y militares franquistas, las historias y los colores de la cultura popular de Estados Unidos parecían de otro mundo, infinitamente más atractivo que la árida realidad patria. En una de las escenas de 'Trapecio', la película sobre el mundo del circo, Tony Curtis juega a los petacos y golpea la máquina para que la bola vaya adonde quiere. No está solo. Habla con Burt Lancaster, de quien sospecha que está saliendo a escondidas con su novia, Gina Lollobrigida. La secuencia no pasó inadvertida y los pinballs, que ya existían en España, subieron de puntuación en cuanto a su popularidad. Todo el mundo quería ser como los americanos.
La película es de 1956 y para entonces asomaba un incipiente industria radicada sobre todo en Zaragoza, como explica Txus Alfaro, autor de '¡Bola extra!. La historia del pinball en España', primer libro que cubre un modo exhaustivo la evolución de este entretenimiento. Sirvó para divertirse y socializar a varias generaciones, y logró eclipsarlo internet y toda la gama de juegos en la línea de la PlayStation.
Título '¡Bola extra!'. De Txus Algora, publicado por Dolmen Editorial.
Contenido Repasa las más de 600 máquinas de 70 fabricantes de máquinmas en España desde la década de los cincuenta.
Hubo pioneros como José Luis Alonso Berbegal, que tenía una relojería y vendía radios en la capital aragonesa. Para venderlas a plazos, ideó una hucha a la que había que introducir monedas. Sólo así funcionaba. Una vez depositada la cantidad fijada, pasaba a por la hucha y el aparato se quedaba en manos de los dueños. Inventor de máquinas de tiro al plato y de lanzadoras de pelotas de tenis, hizo varios modelos de pinballs «con una tecnología que estaba muy bien, pero estéticamente no tanto», incide Alfaro.
También en Zaragoza, Cipriano Martínez Cembrano fundó CMC, fabricante de gramolas y petacos con un diseño más atractivo, entre ellos dedicado a la película 'Trapecio'. En las máquinas había temas, historias, figuras, que iluminadas desde dentro de la caja las hacía irresistibles. «Estaban las que salían chicas guapas ligeras de ropa, las de deportes, películas del oeste, parques de atracciones, carreras, más algunos temas cañís como los toros y las fallas. Por sus colores, movimientos y luces llamaban la atención enseguida, más que los billares y futbolines», resalta Alfaro.
Los petacos -nombre derivado de la empresa PETACO- fueron un gran negocio en España, gracias a los límites a las importaciones establecidos por el régimen autárquico de Franco. «Como no podían entrar las que se hacían en Estados Unidos, se desarrolló una industria propia muy avanzada tecnológicamente. «Cuando empezó el aperturismo a finales de los cincuenta, las empresas españolas eran tan potentes que mejoraban la oferta de las americanas. Tenían la misma calidad y menor precio. Así que empezaron a exportar a Francia, Alemania o Inglaterra».
Varias leyes de la Segunda República habían prohibido los modelos de los que años después salieron las máquinas con flippers, ya que entraban dentro de los juegos de azar, un peligro para la moral pública. Sin promulgar nuevas normas, las autoridades franquistas decidieron que entraban dentro de los «juegos de habilidad», así que la Policía no debía perseguirlos.
El negocio llamó la atención del régimen. Entre los socios de la empresa Gedasa había mandos del Ejército, como el coronel de la Guardia Civil Juan Losada Pérez, exjefe de Seguridad de Franco. El presidente de la compañía, Pedro Nieto Antúnez, había nacido en El Ferrol en 1898, seis años después que el dictador, y había sido ministro de Marina. Siempre se sospechó que era testaferro de los Franco. «La empresa contó con un capital inicial de seis millones de pesetas, que en los años sesenta era una barbaridad», recuerda el autor de '¡Bola extra!'.
Las máquinas fueron inseparables de los salones de juego, aunque Algora matiza que su éxito en los bares fue a la par, si no mayor. «Eran muy distintos los recreativos de las grandes ciudades que los de las localidades medias y pequeñas. En estas, funcionaban como los centros sociales de los adolescentes y los jóvenes, con máquinas de segunda mano. Viví en Calatayud. Con 12 años. era el único sitio donde podías estar en invierno. Y había chicas, lo que en las ciudades no pasaba. Los salones urbanos eran más oscuros y, según dónde, más peligrosos. A la salida, te podías encontrar con unos macarrillas que te querían quitar el dinero».
Las máquinas recreativas fueron evolucionando y de los petacos se pasó a los juegos de los 'marcianos', todavía con una electrónica rudimentaria. La entrada masiva de los ordenadores en las casa hizo que los bares las sustituyeran por las tragaperras. Pero quedan locales temáticos y una numerosa comunidad de coleccionistas. «Una máquina de segunda mano te puede costar entre los 1.000 y los 6.000 euros, depende del estado de conservación y de la antigüedad. Las que tienen el marcador con un rodillo mecánico de números te pueden salir por unos 2.000 o 3.000 euros. El problema es que apenas salen al mercado».
Hay empresas en Estados Unidos que las siguen fabricando, y en España también. En 2010, la almeriense MarsaPlay sacó 'New Canasta', basado en el recordado modelo 'Canasta 86', pero con monitor TFT e iluminación LED, y con un precio dos años más tarde de 3.600 euros más IVA. Desde Murcia, Quetzal Pinball han sacado varios modelos, y no sólo para coleccionistas, sino también para explotarlos en salones de juego.
Por mucho que se hayan desarrollado los videojuegos, nada sustituye a una partida de petacos, con su lanzador con muelles, las setas que marcan puntos, los pasillos, los mandos y el hueco fatídico que se traga la bola de acero. El pinball continúa, ahora en la categoría de superviviente.
El bar que ha resucitado las máquinas como parte de su oferta está en Bilbao. Es el Rockade, en la avenida Rekalde, y tienen dos pinballs, uno con el tema de la carrera de coches Indianápolis 500, y otro llamado 'Pin-Bot', sobre los juegos de azar. Los dueños del negocio, Toño y Juan Marchante, han abierto dos locales en Madrid, en Malasaña y La Latina, y otro en Barcelona, con el mismo concepto .»A mi hermano y a mí nos gustaban las máquinas de marcianos, así que pensamos en hacer un bar temático, al que incorporamos los petacos. La sorpresa ha estado en los jóvenes, que nos los conocían. Ha sido un descubrimiento para ellos», explica Toño Marchante.
Una partida cuesta un euros, y con dos se pueden jugar tres partidas. Tienen un socio para el mantenimiento de los aparatos, que exigen revisiones semanales. «Son muy delicados y buscar piezas de repuesto suele ser difícil. Las puedes encontrar en internet, pero no son precisamente baratas».
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