No me refiero a que intente ser o aparentar que es un poco o muy torpe, zafio, necio, tonto o zote, que son algunas de las acepciones que el diccionario reserva a la palabra burro. Mucho mejor es ser un asno, resumen de muchos otros, ... como el que Carlos Hipólito encarna en esta pieza teatral con forma de fábula, pero sin moraleja final.

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Los burros que concentra el borrico protagonista son, claro está, un espejo de y para humanos. Nos hablan de sus vidas a lo largo de seis mil años de historias que pueden dar para sonreír y también para retratar la crueldad de quienes no distinguen una herramienta de un ser vivo. El que lleva a escena Hipólito es un burro descreído por viejo y por sabio, por experto en humanos y conocedor de su naturaleza domesticada. Nos cuenta las historias de quienes no nacieron para brillar. Historias de personajes secundarios que no esperan focos ni honores. El dramaturgo y poeta Álvaro Tato construye la función sin ánimo de deslumbrar ni soltar discursos, que eso sería más de leones o ballenas, y le sale un texto algo deslavazado, que engancha poco y a veces se pierde entre las canciones, que están bien, pero despistan bastante.

Burro

  • Dramaturgia Álvaro Tato

  • Compañía Ay Teatro

  • Intérpretes Carlos Hipólito,Fran García, Iballa Rodríguez, Manuel Lavandera

  • Dirección Yayo Cáceres

  • Lugar Teatro Victoria Eugenia

El tono, cercano a ratos al cuento infantil, no ayuda al viaje ni a encontrar del todo el núcleo de la propuesta, que a veces toma fuerza y otras se diluye. No es que la función sea pobre, aunque lo bordea. Se salva por tener a un Carlos Hipólito que tampoco parece encontrar pista de despegue, pero que tiene suficiente teatro dentro para que, aun desde la tibieza del personaje, sea capaz de enriquecer en buena parte una obra que sin funcionar del todo ni desde lo poético ni desde la puesta en escena, resulta agradable, cariñosa y bonita. Aciertan al prescindir de moralinas y al elegir la sencillez.

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