Crítica de 'The power of the dog'

Con eso no quiero decir que no hayamos conocido el verdadero Oeste y el verdadero western hasta que Thomas Savage no escribiera en 1967 el impresionante novelón que Jane Campion, alquimista, ha vertido al lenguaje cinematográfico convirtiéndolo en una filigrana de sensaciones y misterios, de silencios y ponzoñas, de hombres que se bañan desnudos en los lagos y de mujeres que se embriagan para quedar insensibles al dolor, al abandono y al deseo. Sin lograrlo.

No. Hemos visto todo el Oeste. Podríamos recorrerlo con los ojos cerrados. Pero hasta hace unas horas no habíamos sentido 'El poder del perro' que sí, es la criatura citada en Salmos 22: 20- 21 pero también esa amenaza palpitante en el paisaje sorprendente de Nueva Zelanda donde la Campion y los suyos rodaron. Este filme magnífico no borra ningún otro filme magnífico. De hecho, los contiene a todos. No, tampoco es un deconstrucción del género. Simplemente es. Es una película del Oeste. Áspera. Heladora

Desde el principio al fin, 'El poder del perro', es. Sensual. Sensorial. Ebria. Usando el título del inminente estreno de lo último del autor de 'Sin perdón' este comentario podría haber sido encabezado con un 'Cry, Macho, Cry'. A mí solo me sobra un diálogo, en el funeral. Está en la novela, lo sé (páginas 328-29) pero en la melopea, en la embriaguez provocada por el perro, la sombra del padre ahorcado y el placer negado, no lo necesito.