Dirección y guion Christophe Honoré
Intérpretes Paul Kircher, Vincent Lacoste, Juliette Binoche, Erwan Kepoa Falé, Adrian Casse.
Fotografía Rémy Chevrin
Música Yoshihiro Hanno.
Nacionalidad Francia
Duración 122 minutos.
Tres películas al precio de una. Si llega a funcionar, la oferta de Christophe Honoré hubiera sido tentadora. Tres etapas, tres temas, tres estilos para seguir las vicisitudes de Lucas, un chico de 17 años, en los días posteriores a la muerte en accidente de ... su padre. Lástima que la fórmula no sume sino que reste, y que deje la sensación de que el cineasta galo no sabía qué película quería hacer y ha acabado haciendo tres. O ninguna.
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Personalmente, el tramo que más me agrada es el primero. Con voz susurrante, Lucas (Paul Kircher) nos presenta su vida («cuando yo todavía era yo»), cómo le dan la noticia del accidente, cómo se siente ante sus familiares. Cierto es que en ese relato en palabras e imágenes a veces unas y otras son redundantes, y que cierta pedantería a la francesa asoma por ahí. Pero a cambio tenemos un relato atractivo y atento a los detalles de un hecho traumático visto desde el punto de vista de un jovencito.
Como este es un largometraje de bandazos, Lucas se narcha una semana a distraerse a París, al piso de su hermano mayor (Vincent Lacoste), tan antipático como protector. Como está ocupado, Lucas pasa casi todo el día sin verle, paseando sonriente, vitalista e ingenuo por la gran ciudad y, sobre todo, dando rienda suelta a su sexualidad gay. Queda a ciegas con otro chico, coquetea con el amigo de su hermano y hasta intenta asomarse al mundo de la prostitución homosexual, como «un juego». Esta parte no parece tener relación con el duelo y tampoco acaba de dar un nuevo rumbo a la historia.
'Le lycéen' aún ofrece un tercer tramo, más dramático, que se abre con el protagonista dando un puñetazo a un espejo retrovisor. Las palabras de Lucas son sustituidas por las de su madre (la gran Juliette Binoche, a quien, lástima, le toca un papel monocorde de viuda sufriente que no recordaremos). El espectador abandona la sala con la sensación de que le han dado un largo y zigzagueante paseo para volver al punto de partida, o apenas con el vago recuerdo de la sonrisa de Paul Kircher entonando alguna cancioncilla italiana.
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