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Todo atrevimiento es susceptible de acabar en fórmula y el director Brillante Mendoza lo demuestra en doble sentido: plantea una historia de denuncia de corrupción interna dentro de la lucha contra la droga y, para distinguirse de tantísimas historias similares ya contadas se acomoda a su propio estilo y a los escenarios que le granjearon en su día el marchamo de cineasta de lo sórdido.
El inicio, que tendrá su correspondencia al final, para cerrar el círculo formal del guion, muestra la imagen impecable de la policía en acto oficial a la luz del día. A continuación Brillante Mendoza mete la cámara en esos escenarios tan habituales en él, en esas calles que combinan mercadillos humeantes, gentes agolpadas y en movimiento, comidas y basuras, vidillas subterráneas y negocios sucios al por menor. Un chaval trabaja como infiltrado para un jefe de policía que opera de paisano. Luego llega la operación mayor, el asalto sin miramientos a la guarida de un capo de la droga, con diez cadáveres como resultado.
Material usual contado con el punch ya demostrado por Brillante Mendoza en anteriores ocasiones, y con sus herramientas conocidas: cámara nerviosa en mano que se mete en medio del fregado aun a costa de desenfoques y barridos difuminadores como un reportaje de urgencia en busca de lo que ocurre debajo de las apariencias. Mendoza retrata una vez más a los desheredados y los parias mientras permanece intachable y infalible la imagen de los que velan por esa sociedad que parece en demolición. Todo correctamente contado y vibrantemente filmado, interesante pero sin aportar nada nuevo ni a la trayectoria de Mendoza ni a los códigos del thriller policial.
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