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No me gusta sufrir. En el cine tampoco. Me aterra el dolor, físico y psicológico. Por eso me cuesta ver tantas películas que hablan de autenticidades muy reales. Me excuso en que para todo eso tengo los informativos, que sí son de verdad, y tengo ... el convencimiento de que a muy pocos parece que les amargue el desayuno, comida o cena.
No puedo con una imagen de una aguja entrando en la carne–dos años de pandemia y telediarios después–, con una pelea en la que salte la sangre –por muy falsa que se vea–, y no entiendo la necesidad de ilustrar cómo se descuartiza un cuerpo. Soporto mucho menos cuando mi imaginación se desborda pensando qué puede ser lo siguiente. A eso sumo que soy más sensible a desde que tengo hijos. Que qué hago. Tiro de chaqueta. Que lo mismo me sirve para ocultarme del susto que para esconder una lágrima. Sí, lloro, sin vergüenza lo digo.
El ocultismo es en mi caso toda una técnica mejorada con los años que se amolda a los elementos de mi entorno. Si los cojines de mi sofá hablasen o las mangas de las chaquetas de algún acompañante... De los sustos de los gremlins a mis intentos fracasados con el cine de terror, de los dramones de película de siesta a grandes títulos del cine. Tengo guardados momentos estelares de instantes que por más que lo intente no puedo mirar a la pantalla.
La música es lo único que no puedo controlar. Para el sonido no tengo técnica. Aguanto, no hay más. Por más que me esconda avanzan los compases que anuncian lo inevitable. Lo malo es cuando tras un fuerte crescendo, viene el silencio y tras él, el impacto sonoro. Ahí estoy perdida, porque siempre me pilla. En casa me valgo del mando a distancia, voy jugando con el volumen pero tengo que apostar por un sentido, oído o vista, no se puede tener todo, como en la vida misma. No me importa reconocerlo, veo mucho cine sola. '¡Cómo para no!', se dirán, con toda la razón.
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