Neilson Powless se fugó otra vez para rascar puntitos en las tachuelas vascas, dos aquí, uno allá, y pasó por cada pancarta levantando los brazos, saludando y haciendo la ola con los espectadores que lo aclamaban. Powless, miembro de la nación nativa americana de los ... Oneida, ganó la Clásica de San Sebastián en 2021, este lunes pasó escapado por La Concha durante el Tour y, si sigue con esta tendencia, lo veremos el próximo 19 de enero llegando el primero a la plaza de la Constitución hacia las siete de la tarde, para pillar sitio al pie del tablado de la tamborrada. Con él iba Laurent Pichon, uno de esos modestos que estiran al máximo las fugas, aunque estén condenadas, para ganar el premio a la combatividad y subir al podio. Otro motivo para amar el ciclismo: es el único deporte que premia a quienes huyen. Dos fugados sin esperanza y un pelotón que los mantiene a la misma distancia durante cuatro horas: uno de los ingredientes del Tour son esos días en los que aparentemente no pasa nada, pero en los que los ciclistas se van cociendo a fuego lento para que otro día de repente hierva todo. Me alegra que aún sobreviva algún espectáculo de gran fondo, de los que no prometen una emoción hiperexcitante cada dos minutos, algún deporte de los que exigen paciencia, esa virtud menguante.
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Tampoco creamos que nuestros abuelos contemplaban la vida con el sosiego de San Virila, el abad del monasterio de Leire que se entretuvo trescientos años escuchando el canto de un ruiseñor. Desgrange, creador del Tour, se enfurecía si los primeros ocho o diez ciclistas llegaban juntos a la meta. Le parecía un conformismo inaceptable, una burla a la competición, un aburrimiento, y aplicaba medidas brutas para que los ciclistas no rodaran como cobardes en pelotón. En 1927 y 1928, todas las etapas salvo las de montaña se celebraron como contrarrelojes por equipos, para que los ciclistas tuvieran que disputarlas a tope de principio a fin.
En la década de 1940, la Vuelta a España introdujo una norma contra la pasividad: si los ciclistas pedaleaban en grupo sin atacarse, los jueces podían detener la carrera y obligarles a disputar el resto de la etapa en una contrarreloj individual. La aplicaron en 1942, cuando los 21 agotados supervivientes tuvieron que correr contra el crono, de manera inesperada, la mitad del trayecto entre La Coruña y Vigo.
El Giro era famoso por las treguas pactadas que nadie podía romper sin el permiso negociado de los capos. En los años 20, el campionissimo Girardengo aprovechaba las horas tranquilas para acercarse al coche de su equipo en plena etapa y dictar respuestas a las cartas de los admiradores. Y en los años 50, los franceses como Géminiani flipaban. «Íbamos por la orilla del lago Mayor pedaleando a veinte por hora. Nadie se movía. Cuando pasábamos por los pueblos, había ciclistas como Gazzola, Bini, Conte, con muy buena voz, que se ponían a cantar y el pelotón hacía los coros. Los espectadores también cantaban, aplaudían, nos tiraban flores. En Francia nos habrían tirado ladrillos.
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Si se escapaban ciclistas, Coppi ordenaba a un gregario que los alcanzara y que pasara revista: ¿quiénes son?, ¿resultan peligrosos?, ¿han pedido nuestro permiso?, hoy les dejamos marcharse un rato a cambio de que otro día nos ayuden… «Era otro ciclismo», contaba Fallarini. «Aún no había televisión y por tanto era un ciclismo más humano, podíamos ir tranquilos, al final ya había tiempo de sobra para estirar el cuello y echar los hígados».
A partir de 1956, la televisión pública italiana, la RAI, emitió un programa de variedades al final de cada etapa. Reunían a corredores y directores para montar una tertulia humorística, entrevistaban a un actor que se presentaba como Gregorio el Gregario, había canciones, parodias, teatrillos... Durante las etapas, los presentadores del programa iban en una furgoneta por delante del pelotón y se paraban en los pueblos o en las montañas para entretener a los espectadores con alguna escena antes del paso de la carrera.
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Fallarini recordaba una estrategia del patrón Torriani para espolear a los ciclistas. «En algunas etapas llanas, cuando íbamos muy lentos, se ponían dos motos delante del pelotón. En una iba Ugo Tognazzi y en la otra Raimondo Vianello, los cómicos que presentaban el programa de la RAI. Se sentaban dando la espalda al piloto y mirándonos a los ciclistas. Empezaban con los chistes, las canciones, los teatros, y nos partíamos de risa. Todos queríamos ir en cabeza del pelotón para ver a Tognazzi y Vianello. Los pilotos tenían instrucciones de Torriani. Debían ir acelerando poco a poco, hasta ponerse a cuarenta por hora, y como nosotros queríamos escuchar a los cómicos, sin darnos cuenta pedaleábamos cada vez más rápido».
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