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Calibrar la estatura de Tadej Pogacar (UAE) es la tarea que deja este Tour. Encontrar el sitio exacto que le reservarán los libros. Determinar qué clase de corredor es el esloveno, si un campeón o un gigante. Esa es la cuestión. Del resto de asuntos, ... ganar y mandar, se ha ocupado él mismo en persona y la respuesta ha sido abrumadora. Ayer se impuso en la cima de Luz Ardiden por pura diversión.
No es recomendable adelantarse al juicio de la historia. El tiempo acaba dictando sentencia y es implacable, pero el mundo siempre va más rápido que la realidad. Y el aficionado necesita saber hoy lo que se dirá de Pogacar dentro de cincuenta años. Si se sentará en la mesa de Petit-Breton, Magne, Coppi, Fignon y Contador con sus dos victorias o tocará la puerta de los cuatro gigantes, Anquetil, Merckx, Hinault e Indurain. Con 22 años, no es que tenga el futuro por delante, es que casi ni ha llegado al presente. Tan joven que resulta imposible sustraerse a la tentación de anunciar que marcará una época.
Eso mismo se dijo de Egan Bernal (Ineos) a estas alturas, dos días antes de terminar el Tour, hace dos años. El colombiano tenía esos mismos 22 cuando ganó en París y acaba de llevarse su segunda grande hace unos meses, el Giro de Italia. Cuando Tom Dumoulin ganó la corsa rosa en 2017 se erigió en el sustituto natural de Chris Froome (Israel) para las grandes vueltas. Y ambos están donde están. El devenir de los acontecimientos siempre es imprevisible.
Pogacar, en realidad, no ha competido contra Vingegaard (Jumbo) y Carapaz (Ineos), sino contra adversarios que no estaban en carrera. Unos, porque esperan en las enciclopedias y otros, porque no han corrido. Son estos últimos los que determinarán su lugar en la posteridad. Sobre todo, el propio Egan Bernal y Remco Evenepoel (Deceuninck), los más dotados para plantar cara al fenómeno esloveno.
Hay algo en Pogacar, sin embargo, que impulsa a pensar en cotas casi prohibidas. Tiene rasgos de gran campeón, empezando por sus brutales condiciones naturales. «Un talento puro», como suele repetir Matxin, su director. Es un ciclista de amplísimos recursos, no constreñido a las exigencias agonísticas de una vuelta de tres semanas. Casi todos los grandes lo fueron, quizá con la excepción de Indurain. Este mismo año ha ganado un monumento, la Lieja-Bastogne-Lieja, derrotando al sprint a Julian Alaphilippe (Deceuninck).
Forma parte de la corriente cultural dominante del nuevo ciclismo, donde atacar siempre es lo primero. Se ha embarcado en batallas tremendas a lo largo de la temporada con el campeón del mundo, con Van der Poel (Alpecin) y con Van Aert (Jumbo) en todos los terrenos. Un ciclismo espectáculo que llegó al paroxismo en la Tirreno-Adriático, donde cada día era una exhibición. El desenlace de Lieja tampoco fue poca cosa.
Es brillante y su forma de correr atrae, pero este Tour ha ofrecido señales nuevas a la hora de calibrar su verdadera estatura. Tras su triunfo del año pasado, se presentaba en Francia con una exigencia redoblada. El Tour iba a medir su autoridad, la línea que separa a los grandes ciclistas de los campeones. Lo que ha definido a los mejores desde siempre. La respuesta ha sido fulminante: se pasea con la mayor diferencia que ha tenido un líder en todo el siglo XXI. Que le sobran piernas se sabía; que tiene cuajo lo ha demostrado en este Tour.
Pese a esa frescura y esa creatividad –tan importantes para el ciclismo–, nada en Pogacar es improvisado. Planifica su temporada al detalle y gana allí donde corre. Este año, en el UAE Tour, Tirreno-Adriático, Lieja y Vuelta a Eslovenia. Solo ha sufrido una derrota digna de tal nombre y fue en la Itzulia, donde Roglic y Vingegaard le cazaron camino de Arrate. Tampoco ganó Strade Bianche, pero eso es otro asunto. Carrera que corre, carrera que gana.
Con todos esos factores, ¿cuál es su sitio en la historia del ciclismo?, pregunta a gritos esta edición del Tour de Francia. Tiene ganada la carrera desde hace quince días, cuando no solo fue el más fuerte sino el que mejor interpretó los acontecimientos, otro rasgo de los elegidos. Igual que Miguel Indurain entendió en 1991 a un kilómetro de la cima del Tourmalet que debía aprovechar ese instante de flaqueza de Greg Lemond, no un cualquiera sino uno que daba miedo, que había ganado tres Tours. Ese era el momento y lo vio. Desde ese día gano cinco Tours seguidos.
Ayer se pasó de nuevo el Tourmalet y esta vez, como estaba previsto, el gigante no abrió la boca. Como ha sucedido tantas veces, el líder ni siquiera tuvo que hacerse cargo de la carrera. Los intereses cruzados dentro del pelotón hicieron que el Ineos asumiese el mando y Pogacar pasó el día tranquilo. Cuesta ver al equipo inglés, ganador de siete de los últimos nueve Tours, jugar a pequeña, a asegurar el puesto de podio de Carapaz, pero el pragmatismo anglosajón, que tanto ha hecho por la evolución del ciclismo en la última década, no entiende de romanticismos. Mejor ser tercero que cuarto, así de sencillo. Y les salió bien porque Rigoberto Urán (EF) reventó en el Tourmalet. Solo falta por ordenar a danés y ecuatoriano en los escalones del podio de este Tour que ayer vivió un inicio de jornada desagradable, al conocerse el registro de la policía francesa del hotel del Bahrain, en una escena de reminiscencias tristes.
No hubo opciones para Ion Izagirre (Astana). Se movió en el Tourmalet, pero el grupo de los favoritos no consintió aventuras.
Con este diseño de etapa, Pogacar se presentó en Luz Ardiden en cabeza y decidió ganar. Entró en el juego y remató como quiso.
Un ataque de Enric Mas (Movistar) –esta vez con los mejores– dentro del último kilómetro fue la plataforma de lanzamiento del maillot amarillo, que aparte de todo lo demás es rapidísimo. Su lucha no es este Tour, es algo mucho más grande.
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