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Regresé de África tras haber pasado exactamente cinco años y cuatro semanas en este continente. Terminaba para mí el viaje africano, pero no África». Son palabras del aventurero y fotógrafo polaco Kazimierz Nowak después de haber deambulado en bicicleta de 1931 a 1936 por el ... Sáhara, el Congo Belga, Angola, Transvaal... Aunque también podría ser la reflexión de Gaizka Aseguinolaza, nacido en Eibar, 46 años, dos hijos, admirador de espíritus nómadas como Nowak y de los libros de viajes. Solo que el reto que este trotamundos vasco protagonizó en febrero y marzo pasados, igualmente sobre dos ruedas, no tuvo lugar ni en el desierto ni en el trópico, sino en Alaska.
A Aseguinolaza, vecino de Plentzia y propietario de la empresa hostelera Grupo Iruña, le hizo falta una bici con gruesas cubiertas, provistas de doscientos clavos cada una, para recorrer durante un mes y sin ayuda externa 1.000 de los 1.600 kilómetros que separan Anchorage -capital del estado, en la ensenada de Cook- de la población costera de Nome -en el mar de Bering-. Una batalla contra la nieve y el hielo que inició el 14 de febrero con el italiano Willy Mulonia. «Hacíamos etapas de doce horas -relata Gaizka-, llevando lo imprescindible, repuestos de bici, comida, gasolina y la ropa que llevábamos puesta, y vivaqueando a temperaturas nocturnas de -28 grados».
Paradójicamente, fue el 'buen tiempo' asociado al cambio climático lo que impidió a los dos aventureros lograr su objetivo en la fecha prevista, el 14 de marzo, cuando debían regresar a casa. «La nieve no estaba lo bastante dura para ciclar», explica el eibarrés. Igual que Willy tuvo que empujar la bici durante un tercio del recorrido, lo que redujo el ritmo de marcha a 4,8 kilómetros por hora de media. «Habríamos necesitado otro mes para terminar el trayecto».
De regreso al País Vasco, el magnetismo del paisaje blanco sigue ejerciendo su influjo sobre Aseguinolaza. «Quiero regresar el año que viene. He dejado material allí», repite el viajero, dispuesto a completar la ruta inacabada o a empezar de cero otra vez. Como en verano los ríos llevan mucho caudal, repetirá la experiencia en invierno, única estación en la que el itinerario es accesible. «Hemos atravesado por la noche lagos congelados de más de dos kilómetros de largo y de ancho sin saber si el hielo iba a aguantar», relata Gaizka. «Oías 'crac', 'crac', 'crac'. Cuando la luz del frontal se proyectaba sobre el hielo, observabas las burbujitas y cómo corría el agua debajo».
El área donde se metieron los dos viajeros es inmensa y carece de toda infraestructura. «En verano, la gente se desplaza en barca y en invierno, en moto de nieve o avión. Es la desolación absoluta», resume el eibarrés, que ya conocía el infierno ártico. El año anterior, también en invierno, había participado en la Rovainemi 150, una 'ultratrail' de 150 kilómetros sobre dos ruedas por la Laponia finlandesa. «Permanecí 27 horas y 28 minutos sobre la bici. De 56 corredores acabamos 28. Yo quedé el cuarto».
Gaizka no necesitó más para tomar la decisión de ir a Alaska este año y ser el primer español en adentrarse en bici, «en autosuficiencia», por el escenario de una famosa competición de trineos tirados por perros, la Iditarod Trail Sled Dog Race. Es un homenaje a los veinte 'mushers' (guías, en su mayoría nativos) que en 1925 se fueron relevando a lo largo de 1.085 kilómetros para llevar un suero contra la difteria desde la población de Nenana a Nome, donde se había declarado una epidemia. En cinco días, los perros cubrieron más distancia de la que hay entre Bilbao y Cádiz.
Sin embargo, a Gaizka y Willy les costó seis veces más tiempo avanzar hacia Nome desde Anchorage. «Pedalear sobre la nieve es durísimo», advierte el primero. «Todo cuesta más de lo que puedas imaginar. La experiencia es preciosa, nieve virgen, abetos... Pero cualquier tontería te puede costar un disgusto». El sudor, sin ir más lejos, una obsesión a temperaturas extremas; o aprender a descongelar el agua para cocinar...
«La primera noche -detalla Gaizka- me metí en el saco, cerré todos los collarines y...». Sintió cómo lo envolvía la oscuridad. A los aventureros podía tranquilizarles que los osos hibernan en esa época, pero los alces son enormes y pueden salir huyendo o embestir. Aseguinolaza había distinguido en la nieve huellas de lobo en las que cabía la palma de su mano.
«Hay que gestionar el miedo de estar aislado en un lugar tan salvaje», dice el empresario. «Quieres dormirte enseguida y que amanezca. Aprovechas tu solvencia, no la que dan el móvil y el ordenador, sino la que ayuda a resolver problemas básicos de la vida, comer, hacer fuego. A 12.000 kilómetros de casa ves lo positivo de todo. 'Qué suerte tengo de haber elegido bien las botas, de que me queden dos barritas energéticas, de que no me duelan las rodillas'. No le das ni media vuelta a la cabeza».
Gaizka y su compañero cruzaron tres pueblos en su camino: Nikolai, de 40 habitantes; Mc Grath, de 250, y Takotna, de 40. Antes de salir de Anchorage habían enviado a esos lugares por correo aéreo comida deshidratada y baterías de litio resistentes al frío. «Pasamos por dos refugios de montaña. Te encuentras un pistola y balas; lo puedes necesitar», asegura Aseguinolaza. Él y su amigo comprobaron que las cabañas de Alaska siempre están abiertas y equipadas: hacha, motosierra, gasolina, comida... Un forastero puede buscar cobijo, pero si coge leña, debe dejar tanta como había, y si consume comida, dinero.
«La gente es educada, amable e hipercívica», prosigue Gaizka. «Llevan una vida tan aislada, tan monótona que desean sentarte a una mesa para que les cuentes cosas, y más si eres alguien que apareces en bici». Alaska le pareció un mosaico de nativos y gente de toda condición que ha llegado allí «porque se quiere perder, porque le encanta aquello o porque huye de algo».
¿Cuál de esos motivos impulsa a una persona a emprender la aventura ártica? Sea cual fuere, Alaska no ha terminado para Aseguinolaza, como le ocurrió a Kazimierz Nowak en África el siglo pasado.
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