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josé luis garcía delgado
CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA APLICADA
Viernes, 6 de julio 2018
Las cumbres europeas dejan casi siempre mal regusto. Las propuestas que en cada ocasión se anticipan casi nunca se traducen finalmente en acuerdos, y los resultados quedan lejos de las expectativas. La que ha cerrado el mes de junio no es una excepción. Tras ambiciosos ... propósitos por parte de la Comisión y algún líder, el balance parece magro, predominando las valoraciones que tildan de raquítico el pacto sobre inmigración y enjuician negativamente el aplazamiento de los avances en todo lo relativo a la unión bancaria y presupuestaria.
Cabe, sin embargo, introducir algunos matices que atemperan esa interpretación. Los aportan, de un lado, dos novedades en la antesala misma de la cumbre bruselense. Una, la Declaración de Meseberg, el 19 de junio, donde la canciller Merkel y el presidente Macron han reafirmado su voluntad de completar la Unión Económica y Monetaria (presupuesto propio para la eurozona, incluido), todo «un plan de profundización, con alcance político» que supone de paso recuperar el eje París-Berlín.
La otra novedad, previa también al cónclave de presidentes, ha sido la carta de intenciones firmada el 25 de junio por 9 países, una «iniciativa de intervención europea» para actuar conjuntamente en misiones de interés general, también de tipo civil, buena prueba de la prioridad que la UE está obligada a dar en el terreno de la defensa, y no solo por razón de la desafección, cada día más evidente, del «amigo americano».
La Cumbre ha estado precedida, pues, de esas dos no menores aportaciones al proyecto común, algo que no debe pasarse por algo. Como tampoco el mérito de haberse alcanzado en ella algún acuerdo, aunque fuera de mínimos, dada la división interna entre los reunidos: entre populistas xenófobos y el resto; entre inmovilistas de la unión monetaria y reformadores… Y lo convenido tiene, desde luego, algún relieve. Lo tiene, por lo pronto, comenzar a poner el foco en la migración, pues va a ser uno de los principales retos que la UE tiene por delante, y con carácter de permanencia.
La frustrada «primavera árabe», con sus secuelas de desestructuración política, guerras civiles y enfrentamientos tribales, junto con el atraso económico y la explosión demográfica de África –un continente que aumentará su población un 150 por cien en las próximas tres décadas, mientras Europa reducirá la suya originaria en un 15 por cien-, nos obligan a todos a mirar de otra forma al Mediterráneo y hacia allí. Desde aquel lado de ese mar compartido, todo el territorio de la UE parece «un inmenso campo de golf», dijo hace ya muchos años un destacado líder argelino, y hoy sigue siendo así para millones y millones de hombres y mujeres que temen por sus vidas o están dispuestos a arriesgarla por encontrar mejores oportunidades.
Lo convenido en Bruselas solo tiene alcance en el corto plazo –«centros de control» y «plataformas en países de origen»-, pero si se considera un comienzo, algo es, y no poco. En suma, la botella quizá no esté medio vacía: se concede un poco más de tiempo a la reforma de la zona euro y se marcan prioridades tan obligadas como oportunas. Ya dijo Jacques Delors, con buen conocimiento de causa, que la integración europea es voluntad y pragmatismo, pero sobre todo «una larga paciencia».
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