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Quienes convocaron la fallida huelga general del pasado jueves seguro que no
recuerdan, porque no habrían siquiera nacido, aquella tan poderosa del 14-D de 1988, cuando no sólo cerraron fábricas y comercios, sino que hasta las calles y plazas de nuestras ciudades quedaron desiertas ... y envueltas en un silencio fantasmal.
Aquel paro, promovido por UGT y CCOO, y apoyado por casi todos los sindicatos, se erigió en el referente con que toda huelga general posterior se vería forzada a compararse. Muchas ha habido desde entonces y, de la comparación, ninguna ha salido bien parada. De entre todas, la del jueves se ha ganado el último puesto en la cola. En la ciudad en que vivo, ni el mercadillo bisemanal dejó de instalar uno solo de sus puestos. Quienes los levantan no estarían enterados de que había huelga general. O, si lo estaban, la habrían dado por amortizada de antemano.
Para que una huelga sea general, se precisan unos requisitos que en ésta no se cumplieron. Ha de basarse, ante todo, en motivos concretos y definidos. En torno a ellos ha debido además 'calentarse' previamente el ambiente, de modo que los convocados los hayan interiorizado hasta sentir la acuciante urgencia de una medida de tamaña envergadura. En tercer lugar, los convocantes tienen que actuar con una unidad sin fisuras. Y, por fin, la huelga ha de llegar precedida de un esfuerzo negociador que no ha arribado a buen puerto. Por supuesto, también ha de dejarse muy claro 'contra' quién se convoca.
Nada de esto se cumplió en la del jueves. La lista de demandas que incluía la Carta de Derechos Sociales en que se basaba era tan vaga y prolija que, más que una invitación a la huelga, parecía la expresión de un deseo de felicidad universal. Le faltaba el nervio que da la concisión. De otro lado, 'calentamiento' no hubo ninguno. Tampoco negociación. Como la primavera machadiana, «ha venido y nadie sabe cómo ha sido».
La unidad, por fin, había sido sustituida por el desacuerdo entre quienes debían haber sido unánimes convocantes: las asociaciones de jubilados y los sindicatos. Y, a modo de destinatario, se citaba de pasada, pero intencionadamente, a quienes menos velas tenían en este entierro: los gobiernos vasco y navarro. Es quizá la desunión lo que mejor explica qué había detrás de la convocatoria.
En contra de lo que una huelga general precisa, se buscaba en ésta la exclusión en vez de la inclusión. Se trataba, en el fondo, de una iniciativa sectaria por la que los sindicatos independentistas, encaramados a la ola del movimiento unitario y apartidista que habían creado y mantenido los jubilados, perseguían expulsar del ámbito vasco -o hacer, cuando menos, irrelevantes- a los de carácter estatal.
Junto a la desunión, otro doble hecho era significativo. De un lado, y como se ha dicho, las únicas instituciones a las que el panfleto de la convocatoria hacía referencia eran los dos gobiernos citados, que no están facultados para atender la mayor parte de las reivindicaciones. De otro, nada se decía de quien realmente podría satisfacerlas, a saber, el Gobierno central. Y es que el único partido que apoyaba la convocatoria, EH Bildu, no podía incurrir en la contradicción de apoyar un paro contra el gobierno que acababa de avalar con su voto, presentándolo además como el paladín de los derechos de los más desfavorecidos. Exclusión del extraño y campaña en año electoral se delatan, pues, como los motivos que se llevaron por delante la ejemplar unidad que hasta el momento habían mantenido quienes inspiraron, sin quererlo, esta mal llamada huelga general: los jubilados vascos.
Nada nuevo. Se trata sólo de un paso más en el camino que han emprendido las principales centrales convocantes y, muy en especial, la antes moderada y filojeltzale Solidaridad de Trabajadores Vascos. Lo proclamó hace ya algunos años un secretario general del sindicato: «Hemos elevado la confrontación a la categoría de estrategia política». Basta con analizar sus actos para confirmarlo. Quizá con el aditamento que han aportado las nuevas circunstancias políticas de los últimos tiempos, añadiendo a la confrontación, también a modo de categoría estratégica, la búsqueda del monopolio en el sindicalismo vasco y la aspiración de ejercer desde él la máxima influencia posible sobre la política. De eso iba todo, y no les va nada mal, por cierto. Aunque con ello se deprecie el valor de la huelga general.
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