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Amaia Chico
Domingo, 25 de septiembre 2016, 23:25
Aquel otoño de 2007 fue un otoño caliente dentro de las filas jeltzales. Antes del verano ya se habían empezado a mover hilos y a recolocar posiciones entre los sectores, entonces abiertamente confrontados, que encabezaban Josu Jon Imaz (presidente del EBB desde hacía cuatro años) y Joseba Egibar (el candidato al que Xabier Arzalluz no pudo legar su asiento en la quinta planta de Sabin Etxea). Tocaba actualizar la estrategia ideológica y renovar la cúpula directiva en medio aún de una tensa calma entre las dos almas que integran, ahora apaciguadas, la formación centenaria: la más moderada y la más soberanista. En ese clima, sin demasiado ruido, abriéndose con calma hueco desde las bambalinas... Iñigo Urkullu emergió como relevo de consenso tras un acuerdo entre ambas corrientes que supuso el fin de la fugaz era Imaz, y el inicio de otra vía, aparentemente intermedia, apuntalada por la fuerza incontestable del partido en Bizkaia. Fue su penúltimo salto. El que llevó a este hombre pertinaz y ortodoxo a coger las riendas del partido con la determinación de apretar sus filas y elevarlo a la cota más alta de poder posible. Y el paso previo a alcanzar su máximo anhelo: convertirse cuatro años después en el líder del Gobierno Vasco.
La travesía no ha sido sencilla, aunque apenas haya saltado alguna chispa en público que enseguida se han encargado de sofocar él mismo o su círculo más fiel; esa generación que creció con él al abrigo de las faldas jeltzales, incluso antes de tener derecho a voto, y que le acompañan como escuderos de confianza. El desaire más notable se vivió en el último salto de Iñigo Urkullu, el de la conquista de Ajuria Enea. Unos 2.800 afiliados de esa otra alma vinculada siempre al guipuzcoano Egibar o al destronado alavés Iñaki Gerenabarrena intentaron sin éxito relanzar a Juan José Ibarretxe como candidato a lehendakari. No fue viable. El propio interpelado se apeó de las primarias. Pero el gesto ya estaba hecho.
Urkullu aparentó, no obstante, no darse por enterado. Mantener las formas es su obsesión. Y aunque el enfado, que lo tendría, quedó de puertas para dentro, el engranaje oficial del partido siguió su curso para asentar la única opción prevista: Que el de Alonsotegi fuera el candidato del PNV para recuperar la Lehendakaritza que sintieron robada por el PSE de Patxi López.
Objetivo y sueño cumplido. Iñigo Urkullu, poco dado a desnudarse en público, reconoce que llegar a Ajuria Enea era su máxima aspiración, «la de cualquier nacionalista» suele justificar. Pero las lágrimas que su mujer Lucía no ha podido contener en algunos actos institucionales delatan ese sueño cultivado y perseguido con tesón durante décadas.
Ahora, a caballo entre la residencia oficial y la familiar en Durango, con 55 años recién cumplidos y unas cuantas canas y ojeras más en el rostro, Urkullu se ve hecho al traje de lehendakari que de momento no tiene previsto guardar en el armario. Su nacionalismo moderado, rebautizado por él mismo como del siglo XXI, donde más que de independencia habla de menor dependencia del Estado, no provoca sarpullidos en los partidos de la oposición soberanistas o constitucionalistas, y aunque le reprochan atonía en su gestión o abstracción en su mensaje no han terminado de encontrar un talón de Aquiles por el que desgastarle.
Urkullu lo sabe. Y lo aprovecha. Es consciente de que su carácter algo desconcertante y su discurso sin estridencias es la clave de un éxito apaciguado, ese que no sube y baja como la marea, sino que se mantiene estable aunque nunca llegue a desatar pasiones. Es lo que busca. Perseverar en esa estrategia callada pero eficaz que le lleve hasta 2020 o más allá. Y su carácter, tozudo pero flexible, tajante pero abierto al diálogo, institucionalmente correcto pero con prontos imprevisibles guarda tres en su archivo de memoria, juega, sin pretenderlo alega, como una herramienta política más ante una ciudadanía que ha vuelto a confiar su futuro en este político que no cae mal y parece de fiar.
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