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Parece, a la espera de que las urnas lo confirmen o desmientan, que la campaña ha sacudido la apatía que habían provocado las distracciones surgidas las últimas semanas. La perentoriedad con que se ha planteado el dilema entre continuidad y cambio hace pensar que la ... participación alcance, o incluso supere, el nivel habitual en elecciones autonómicas. Sería síntoma de salud democrática. De lo contrario, habría que concluir que la apatía instalada en el electorado era más estructural que pasajera. Esperemos, pues, que, pese a la atonía de unos debates en que, contradiciendo el 'momentum' que les atribuían, los propios contendientes han optado por moverse con pies de plomo y preferido la cautela al riesgo, el ciudadano haya entendido mejor que ellos lo que exige la coyuntura.

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En las elecciones que hoy se celebran se elige, como en toda elección, a las personas y partidos que han de dirigir la política del país, en principio, durante los próximos cuatro años. En esto no difieren de las otras, aunque la capacidad de cambio que se les atribuye las haya hecho más competidas e inciertas. Pero las circunstancias les han otorgado un valor singular. A raíz del patinazo con que resbaló el candidato a lehendakari por EH Bildu al negarse a llamar terrorismo a la «lucha armada» de ETA, el otro aspecto que en toda elección se dirime, como es el de erigirse en autorretrato del electorado, ha adquirido en éstas particular relevancia. El resbalón de Otxandiano ha obligado, en efecto, a todos sus rivales a pronunciarse sobre un tema que amenazaba con sobrevolar la campaña y que, por motivos, sin duda, muy variados, pero siempre oportunistas, ninguno quería abordar de la manera frontal y abierta que merece y requiere. Hasta tal punto había llegado la intención de esquivarlo, que un hecho que ha afectado durante años a la política del país, causado inmensos sufrimiento personal y destrozo colectivo y dejado un duradero legado de hondas divisiones sociales y graves responsabilidades pendientes, pretendía dejarse pasar inadvertido y librarse de todo debate en un hiriente alarde de hipocresía y cinismo. Como si una decisiva parte de nuestro infausto pasado no hubiera ocurrido.

Pues bien, gracias al tropezón del candidato de EH Bildu –algo habrá que agradecerle–, hoy podremos, además de conocer a nuestros representantes y vislumbrar el sentido de nuestro futuro Gobierno, mirarnos en el espejo y ver la imagen que los resultados electorales habrán dibujado, no ya de las tendencias políticas al uso en cualquier sociedad, sino de su grado de dignidad y decencia respecto de un asunto que, como el de las profundas huellas que ha dejado el terror en su seno, toca una fibra ética muy delicada y sensible en la colectividad. Veremos, pues, un autorretrato con el que nos sentiremos, o bien medianamente satisfechos, o bien profundamente avergonzados. En un caso, estará grabado el rostro de una memoria compasiva y exigente de lo sufrido; en otro, el de un olvido indigno que absuelve responsabilidades sin la debida rendición de cuentas.

Será un autorretrato en el que sólo a título personal, en la soledad de la propia conciencia, podrá cada uno sentir satisfacción o vergüenza, según sea su percepción del terco pasado que perdura y haya sido el sentido de su voto. Pero ambos sentimientos nos interpelarán a todos como comunidad al mostrarnos el rostro de la sociedad en que vivimos. Y la imagen quedará expuesta a la mirada ajena. Se convertirá así en el rostro que los demás vean y por el que seremos juzgados en conjunto sin distinciones individuales. Actuará, a través de la mirada del otro, como precipitante de la mezcla de esos sentimientos de satisfacción o vergüenza que cada uno haya sentido a título personal, para que acaben afectándonos a todos en cuanto colectivo. Ningún partido tendrá derecho a apropiarse del aspecto que, de la imagen del autorretrato, más le convenga. Con las opciones de dignidad o indecencia, así como con los sentimientos de satisfacción o vergüenza, tendrán que vérselas unos electores que habrán depositado su voto al margen, si no a pesar, de unos partidos del sistema que se han servido de ellos como instrumento de rivalidad en lugar de como estímulo de cohesión. Lo contrario a lo que persiguió el tan alabado estos días lehendakari Ardanza a través del Pacto de Ajuria Enea, en el que el compromiso en este tipo de asuntos era común a todos los demócratas. Será difícil recomponerlo.

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