Aunque sea a contracorriente de la conversación en que se entretienen esta mañana políticos y medios, me ocuparé en estas líneas de lo que proponían a la ciudadanía las elecciones que el día de ayer se celebraron: el futuro de la Unión Europea. Muy poco, ... además, cabría decir sobre «lo nuestro» a partir de unos comicios cuya participación no llegó al cincuenta por ciento del electorado, cuyo propósito para nada era el de obtener respuestas sobre la voluntad de la ciudadanía respecto de la situación nacional y cuyos resultados no alterarían, en cualquier caso, el precario status quo en que la política del país se encuentra. Para lo último más ilustrativo será lo que esta tarde decida el Parlament catalán, cuando los elegidos en los comicios autonómicos determinen la composición de la Mesa y se vislumbre el rumbo que la política catalana pretende marcar y, por derivación, el que la española se verá forzada a seguir.
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Digamos, pues, en primer lugar y con aliviado énfasis, que los partidos de convicción europeísta que vienen gobernando la Unión desde su fundación han salido ratificados para seguir dirigiéndola, desde su Comisión, durante el próximo quinquenio. No es pequeño el alivio en un momento en que fuerzas extremistas de ambos polos, como muy bien señaló la todavía presidente de la institución, amenazaban con arrebatarles el timón de la gobernación. La amplia mayoría que Populares, Socialdemócratas y Liberales han alcanzado se revela suficiente para afrontar los enormes retos que se nos presentan a los europeos en este nuevo tiempo en que la cohesión interior flaquea y las amenazas exteriores aumentan. Y el primero es precisamente el de trazar y mantener una línea política que, por responder a la voluntad mayoritaria de la sociedad europea, despoje de atractivo a las corrientes desestabilizadoras que han emergido en su seno.
La tarea no será sencilla. Al tiempo en que las fuerzas europeístas se han consolidado, se han fortalecido también las que defienden ideas extremistas, de abierto carácter populista y ultranacionalista, que no dudan en su empeño de arruinar el propio espíritu fundacional de la Unión. De especial peligrosidad son, a este respecto, las que han adquirido alarmante relevancia en los dos países que han actuado de pilares en que se sustenta desde sus inicios la institución comunitaria. El ascenso de la ultranacionalista AfD en Alemania, que hereda lo peor del legado histórico de su país y ha superado a los socialdemócratas, así como el abrumador triunfo del partido de Marine Le Pen en Francia, que ha obligado a Macron a disolver la Asamblea y convocar elecciones, por no mencionar la pujanza de la extrema derecha en Austria y los partidos de idéntica orientación en Italia, hacen temer un futuro en que los valores y principios en que se asienta la Unión se verán amenazados.
Tal es la combinación de esperanza y temor que nos dejan las elecciones al Europarlamento y que, en este punto, sí nos hace volver la vista hacia nuestra situación política interna en la que los mismos partidos llamados a reactivar, de común acuerdo, los principios y valores fundacionales de la Unión se entregan aquí, con ardiente pasión, a liquidarse, si posible fuere, uno a otro y dejar que florezcan en sus extremos fuerzas a las que nada más les gustaría que colaborar en la tarea de desestabilizar el sistema del que también nosotros, siguiendo la senda marcada por Europa, logramos dotarnos no hace aún tanto tiempo. ¡No cabe más ligera e infantil ocurrencia!
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