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Como la primavera machadiana, la campaña ha venido y nadie sabe cómo ha sido. Tan hartos estábamos de elecciones, y tantos han sido los acontecimientos que han absorbido nuestra atención estos meses, que se nos había olvidado que teníamos que pasar de nuevo por el ... trance. Pero aquí está por segunda vez este año y por cuarta en los últimos cuatro. Tan anunciada y a la vez tan repentina, que ni los partidos saben cómo afrontarla ni los sondeos cómo prever su desenlace. Temen aquellos no poder gestionar las extraordinarias condiciones en que se celebra: una ciudadanía defraudada y desafecta como nunca, y un ambiente enrarecido por el recrudecimiento del conflicto catalán, el posible impacto de la exhumación del dictador y el amago de una crisis que ya asoma sin que todavía nos hayamos repuesto de la anterior.
La coincidencia de estos factores, bien buscada en unos casos, bien casual en otros o en todos, perturba, según algunos han denunciado, la normalidad en que deben desarrollarse las campañas, y causa efectos anómalos en sus resultados. Hay, en efecto, quienes los ven como si fueran fenómenos venidos del exterior para interferir en el sosiego que merece todo proceso electoral. Pero, incómodos como son, forman parte de esa realidad a la que los políticos, en su calidad de representantes nuestros, tienen la obligación de hacer frente en lugar de soslayarla. Es sencillamente lo que hay. E, incómodos o no, en absoluto puede decirse que perturben la normalidad de unas elecciones hasta el punto de alterar su desenlace. Son, por contra, los problemas que demandan la atención prioritaria. Y ponen, además, a prueba, mejor que la situación de supuesta normalidad, la valía y la valentía de los candidatos.
Vemos, sin embargo, que la incomodidad de los hechos, en vez de aguzarles el ingenio para dar con propuestas atrevidas y atractivas, perturba a los políticos hasta el punto de hacerlos pasar de puntillas sobre ellos. El caso más chocante ha sido, quizá, el del PSOE, que, aterrado por los efectos que pudiera tener abordar en campaña el conflicto catalán, no había encontrado, en un primer momento, mejor solución que borrar de su programa lo que en el pasado había defendido al respecto: la plurinacionalidad, el federalismo o los documentos de Granada y Barcelona, como si el escaqueo fuera mejor táctica electoral que la defensa abierta y valiente de las propias propuestas. Pero, aunque el más chocante, no ha sido el único caso. Cataluña incomoda a la izquierda, y los partidos que la representan, como Unidas Podemos o Más País, también han optado por eludir el asunto y centrarse en los que consideran «propios de la izquierda», como si, por ser precisamente de izquierda, no debieran ocuparse de una revuelta que apesta a reaccionarismo burgués por revolucionaria que se pretenda.
Pero no son los tabúes exclusivos de la izquierda. También la derecha los tiene y huye igualmente de ellos. El de la exhumación de Franco, cuyo impacto social se ha esfumado en campaña como por ensalmo, es el más llamativo. Resulta incomprensible, a estas alturas de nuestra democracia, la actitud huidiza y acomplejada que tanto el Partido Popular como Ciudadanos han exhibido ante ella. Todo han sido esfuerzos por escaquearse con excusas para no pronunciarse sobre un evento al reconocimiento de cuya relevancia histórica deberían haberse sumado, si no con entusiasmo, sí, al menos, con un poco más de gallardía. Y si, en el conflicto catalán, la derecha se ha descalificado como su potencial componedora por exceso de palabrería patriotera, en el evento de la exhumación su cobarde silencio la ha dejado en lugar muy comprometido desde el punto de vista democrático.
Sobre el tercer problema, la incertidumbre económica, la precampaña ha dado de sí todo lo que podía ofrecer: recetas atemporales sacadas del respectivo acervo ideológico de cada partido como si las circunstancias fueran las de otro siglo. Nada nuevo que esperar. Vistas, pues, estas posturas evasivas, lo mejor que ha podido ocurrirnos es que la campaña se haya reducido, de las dos habituales, a una única semana. Si bien, llegados a este punto de vacuidad de propuestas y discurso, mejor habría sido incluso si, en lo que queda de aquí al próximo domingo, se hubiera instalado un silencio político total, de modo que el ciudadano pudiera disponer, no de una jornada, sino de una semana entera de reflexión para, recobrado el ánimo democrático, ir a votar sin verse importunado por tanto ruido. Seguro que hasta crecería la participación.
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