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La característica de esta campaña ha sido la polarización. Paradójico. Habría cabido esperar que el declive del bipartidismo y la irrupción de nuevos partidos iría a procurar al elector más variedad de opciones y posibilidades de verse representado. Pero, aunque así ha sido formalmente, lo ... real es que, en vez de diversificar la oferta, los partidos, los viejos y los nuevos, se han apiñado en torno a dos polos y reducido la capacidad de selección. Quiéralo o no, el elector, al optar por un partido, compra todo un lote, en el que, como en el de las películas que se ven obligadas a adquirir las televisiones, hay desde lo mejor hasta lo peor.
El fenómeno venía fraguándose de tiempo atrás. Aquel «no es no» de Pedro Sánchez ya apuntaba maneras. Pero el punto, por el momento, de no retorno lo marcó la moción de censura contra Mariano Rajoy. Allí, como en el Éxodo bíblico, las aguas se partieron en dos, y los partidos se atrincheraron en la decisión tomada, haciendo de lo que no era sino mera coincidencia en el rechazo común de una fuerza corrupta una alianza con vocación de futuro. Lo coyuntural devino así estructural, como si el pacto no hubiera ya muerto con los Presupuestos.
Al enquistamiento de lo que parecía ser sólo pasajero contribuyó también, por razones difíciles de entender, la renuncia de Ciudadanos a la centralidad que quiso ocupar en origen. Se obligó así a un comprometido alineamiento con uno de los polos, hasta el punto de hacer pivotar su programa en la negativa a pactar, primero, con el 'sanchismo' y, luego, con el socialismo como tal. Sumado a la derecha, Ciudadanos ha dejado huérfano el centro y consolidado definitivamente la polarización.
La perplejidad en que este proceso ha dejado al elector es con probabilidad la causa más importante de la indecisión que constatan las encuestas. Paradójicamente, la simplificación de la oferta electoral ha hecho más difícil la decisión. De modo que, si a unos mueve «echar a Sánchez» y a otros «parar a la Derecha», quedan, abandonados a su suerte, los que temen que, planteadas así las cosas, la opción triunfadora pueda haberle tomado gusto a la cosa y se sienta tentada, si no legitimada, a prolongar tras las elecciones el mismo planteamiento y gobernar prescindiendo, o incluso en contra, de la que haya salido derrotada. A éstos sólo les quedaría rezar para que la aritmética de las urnas desbarate por completo los vetos que se han proclamado en campaña.
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