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Si fuéramos seres racionales, votaríamos tras un sosegado análisis de los programas electorales y de la gestión pasada de los partidos, hayan estado en el poder o en la oposición. Tendríamos también en cuenta los debates y opiniones vertidas durante la campaña electoral. Contextualizaríamos el ... voto en función de su destino final: municipales, autonómicas, generales o europeas. Con toda la información recabada, decidiríamos a quién o a quiénes votar, sin tener reparo en cambiar de opinión y elegir un nuevo destinatario del voto. Sin embargo, el ser humano no es racional, sino que es irracional y predecible. Toma sus decisiones en base a una serie de sesgos y atajos cognitivos que descansan en las emociones e intuiciones. Es una vía rápida, automática y básica para la supervivencia, pero está llena de errores. Exige muy poco consumo de energía por parte del cerebro y sirve para tomar la mayoría de las decisiones que adoptamos cada día sin darnos cuenta, sin ser conscientes -muevo un dedo, cruzo las piernas, conduzco, me rasco, levanto la mirada...-. Para más inri, nos cuesta cambiar de opinión porque cuestiona nuestra coherencia y el sentido de pertenencia al grupo. Algo tan importante como en manos de quién dejo el gobierno de mi pueblo, mi país o Europa, no debería delegarse en la intuición y en las emociones que no despejan dudas sobre qué candidato es más fiable y si su programa es viable o no. (Para esto hay que informarse. ¡Qué pereza!). Y, sin embargo, es así. La razón no pinta (casi) nada. Es muy lenta y exige mucho esfuerzo y consumo de energía. Además de con la fuerza y la accesibilidad de las emociones, los políticos juegan con la fragilidad de la memoria. Por este motivo, para elegir con racionalidad, es recomendable hacer un ejercicio de memoria y recordar qué decía y hacía cada partido hace 3 meses, cuando las elecciones estaban lejanas.
Al final, hay varios factores que son decisivos en las contiendas electorales. ¿El programa? ¿El debate de ideas? ¿La gestión? ¡Quia! Le nombro solo cuatro: las encuestas, la imagen del líder, los discursos encendidos con mensajes cortos y directos a las vísceras para no votar a los otros (Un inciso para los candidatos: No hace falta gritar) y los acontecimientos de la semana previa al día de la votación; si me apura, de las horas previas. Los tres primeros son bien conocidos, pero el cuarto sorprende e inquieta. Tal vez sea un fenómeno relacionado con la época que vivimos, de velocidad y multitarea, con las redes sociales como vehículos de la instantaneidad y de las noticias y tergiversaciones que uno quiera leer -a nadie le gusta leer nada que contradiga lo que piensa-. El editor de Newsweek, Evan Thomas, lo explicó bien al afirmar que «el error es creer que el país piensa de una forma, cuando, en realidad, somos una masa que reacciona a lo último ocurrido». Ya lo saben, atención a lo que suceda los días previos en la vida política y alerta con su red social favorita. Le van a bombardear con mensajes interesados y manipuladores. ¿Es posible imponerse a esta realidad? Sí. Tómese un tiempo, respire profundo, modere la actividad de su cerebro, desconecte guasap y tuiter, dude de todos, piense, critique y vote. Entonces, y solo entonces, habrá hecho la mejor elección.
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