Urgente Ortuzar se retira de la carrera de liderar el EBB

Hace diez años, ETA declaró el «cese definitivo de su actividad armada». Siete más hubimos de esperar hasta que declarara su disolución. Y no sin que tuviéramos que soportar, en ambos casos, el espectáculo que montó para disfrazar su derrota con sendas escenificaciones -en Aiete ... y en Cambo- que pretendieron convertirla en una suerte de armisticio pactado con el Estado. Fracasó. Hoy nadie en su sano juicio pone en duda el triunfo de la democracia sobre aquel insano empeño de suplantar la voluntad popular libremente expresada por un proyecto arbitrario y totalitario apoyado en la coacción de la violencia. Tan es así, que lo que hace una década dejó de ser pesadilla para quienes lo sufrimos sigue siendo aún estorbo que obstaculiza la actividad política de quienes lo apoyaron. Y, de rebote, la de los demás. Pero, de esto, al final.

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La pregunta que ahora se abre no es ya sobre el pasado. Superado el terrorismo, quedan por tratar sus secuelas. La más acuciante de todas, la de las víctimas, que son hoy el monumento viviente que nos impide obviar la realidad y olvidar lo ocurrido. A este respecto, urge confesar, con tanta honradez como sonrojo, que hubo que esperar a que acabara la violencia para que su dignidad y su significado -y hasta su existencia misma- fueran plenamente reconocidos. No lo habían sido mientras la violencia estuvo activa, cuando nuestros ojos ni siquiera las veían. Nos impactaban las muertes más que nos conmovieran los muertos. No nos dimos cuenta de que eran, en muchos casos, víctimas de carácter vicario, a las que tocó ocupar el lugar que a cualquiera de nosotros habría podido tocarle y que, en tal sentido, murieron «por» nosotros. Es la deuda que nuestra sociedad tiene contraída y habrá de saldar con más urgencia que esas otras que se le cargan, con mayor o menor rigor, por su pasividad, cuando no connivencia, para con la actividad terrorista. Hoy, a diez años del final de ésta, las víctimas se nos han hecho por fin visibles y su voz se escucha con atención y respeto. El gran logro del día después.

Pero, si las personales son las víctimas que merecen prioridad absoluta, no cabe olvidar la otra colectiva que abarca toda la sociedad. Se ha instaurado hoy la expresión «daño reputacional». Pues no es pequeño el que, infligido por el terrorismo de ETA, la sociedad vasca ha tenido que sufrir. Por real e inexcusable que haya sido su pasividad frente al terrorismo, no sería justo que esa imputación hiciera ignorar los perjuicios de todo orden, y no sólo reputacionales, que la sociedad vasca ha debido soportar a causa de un terrorismo que, aunque nacido y crecido en su seno, nunca aceptó ella como su genuina representación. Allá donde puso el pie, ETA dejó una huella de tierra quemada cuya gravedad nos toca a los vascos, más que a nadie, valorar en su justa dimensión. Y, aunque el daño material haya sido mucho y muy grave, la herida sufrida por nuestras relaciones interpersonales ha sido tan honda, que costará más tiempo y esfuerzo cerrar. Dicho sea sin propósito de victimismo.

Las víctimas son hoy el monumento viviente que nos impide obviar la realidad y olvidar lo ocurrido

Volvamos, por fin, a lo que ha quedado pendiente al inicio del artículo. Pocos se acuerdan hoy, en Alemania, de la Baader Meinhof o, en Italia, de las Brigadas Rojas. Pese al dolor que causaron, pronto cayeron en el olvido social. La razón es que, tras ellas, no había una organización política que les diera cobertura y recogiera su testigo. No es el caso de lo ocurrido tras el IRA o ETA. Las organizaciones que fueron, durante su actividad, brazo político del entramado participan hoy, cambiado o no su nombre, en las instituciones democráticas. Su vinculación con el pasado, sobradamente confirmada en gestos y silencios más que en palabras, constituye un peso que lastra, no sólo su propia actividad, sino también la del conjunto de la política institucional. Es asunto, por ello, que interpela a todo el que quiera interactuar con ellas. Y así, habiendo devenido la que sobrevive en nuestro país instrumento de manipulación de unos e imprescindible aliado de otros, su normalidad sólo podrá ser plena cuando su vinculación con el pasado quiebre porque le resulte más perjudicial que ventajosa. Cosa que hoy no es el caso y depende tanto de ella cuanto de quienes de ella sacan provecho desde uno u otro flanco. Entretanto, seguirá siendo el dinosaurio con que topemos en nuestro diario despertar o el fantasma familiar que nos acostumbraremos a verlo moverse por casa. Quedará, así, suelto, por desgracia, el cabo con que habría podido cerrarse el ciclo tan felizmente abierto hace diez años. Como las víctimas, pero en sentido opuesto, la continuidad que implica tal vinculación es recuerdo vivo de nuestro ominoso pasado.

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