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El 24 de mayo de 2001, mañana se cumplirán 20 años, ETA tiñó de desolación este periódico que hoy los lectores pueden seguir teniendo entre ... las manos como un ejercicio de compromiso con la libertad de expresión y la defensa de los derechos humanos que constituyen la columna vertebral de una sociedad democrática, abierta, tolerante y plural. La organización terrorista convertida hoy por fortuna en un tenebroso vestigio del pasado, arrebató la vida al director financiero de El Diario Vasco, Santiago Oleaga, por la fuerza de las armas y el sectarismo más atroz e irrevocable. Hoy, cuando el tiempo ha serenado la tragedia, aún resulta inevitable sobrecogerse ante la crueldad y la cobardía con la que los etarras sometieron a su víctima a la ejecución sumaria de siete disparos por la espalda cuando acudía a rehabilitación a la Fundación Matia. Qué estremecedor es volver a percatarse, al evocar el drama, de lo fácil que podía resultar en aquellos años segar la existencia de un vasco indefenso entregado a su familia, a su trabajo y al disfrute sencillo de las cosas hermosas del país. Un vasco de bien que era el marido de Amaia y el padre de Jon y de Oihana. Un vasco que era el compañero de todos los que trabajamos en esta redacción. Un vasco amigo de sus amigos, con sus alegrías y sus desvelos cotidianos, con sus sueños y sus decepciones, con sus expectativas y esperanzas porque, sin ellas, la vida pierde su savia y su encanto. Homenajear a Santiago Oleaga dos décadas después de su asesinato y rendir tributo a su memoria obliga a recordar, como un inmarchitable deber moral, al hombre que mataron. Al ser humano que asoma tras la esquela del crimen, al Santi único e irrepetible en su identidad individual como cada víctima del absolutismo etarra. Los vascos que sobrevivimos a la barbarie estamos mandatados para mantener alumbrado ese legado. La huella de esas vidas hurtadas a sus protagonistas y a quienes más les querían tan injustamente. Tan dolorosamente.
Santiago Oleaga fue uno de los 14 ciudadanos a los que ETA asesinó a lo largo de aquel oscuro 2001 dejando constancia de hasta qué punto podía extender su feroz amedrentamiento en círculos concéntricos cada vez más amplios, con el único objetivo de atemorizar a todos los que identificaba como enemigos del pueblo vasco. De amordazar la libertad de expresión de los periodistas y del resto de trabajadores de los medios de comunicación en un señalamiento que, en realidad, colocaba una diana en la espalda del conjunto de la sociedad. Porque no es posible reivindicar la democracia si se acalla por la fuerza la palabra dicha y escrita. No había democracia cuando los violentos y quienes les jaleaban pretendían silenciar para siempre a quienes creen en un pluralismo construido desde la convivencia, desde el mestizaje, de las voces discrepantes. Y nunca habrá democracia en que una organización armada de pistolas y bombas se arrogue el pretendido derecho a decidir sobre la vida de sus semejantes. Por ello, y ha de ser la enseñanza irrenunciable para los vascos del presente y del futuro, ETA no fue la libertadora jamás de nada, sino la opresora de todo. Hasta el punto de que, diez años después de su desaparición, su devastadora sombra se alarga sobre todos aquellos que continúan mostrándose incapaces de desmarcarse de un pasado indefendible. Del pasado que nos interpela a preservar en pie, con orgullo de resistentes, la memoria de Santi. Del hombre al que mataron.
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