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Se dice que el cerebro hace borrón y cuenta nueva con los malos recuerdos, un mecanismo neurológico que se activaría de forma espontánea para protegernos ... de nuestros propios demonios. Mi memoria, sin embargo, mantiene vivas las imágenes de lo que ocurrió hace dos décadas a pesar de que el asesinato de Santi fue uno de los momentos más tenebrosos de mi trayectoria profesional. Como todos los periodistas vascos, estaba familiarizado con la barbarie de ETA. Mi sección de entonces era Política, un eufemismo para dar nombre a unas páginas que en realidad estaban canibalizadas por las atrocidades de la banda y sus ecos. Cada cierto tiempo tocaba cubrir un atentado, reconstruir el modus operandi de los criminales, trazar una semblanza de la víctima y rematar con las reacciones de políticos y familiares. Era un tarea casi mecánica, una rutina pautada en la que nos refugiábamos para parapetarnos del horror. Cuando el cerco se estrechó y ETA puso el punto de mira en los medios, lo inverosímil adquirió rango de certeza: era más probable que un periodista fuese asesinado en el corazón de la civilizada y próspera Europa que en cualquier remoto frente de guerra. Los atentados contra colegas de otros medios comenzaron a sucederse, así que no tardamos en tomar conciencia de que más pronto o más tarde nos iba a tocar a nosotros. Santi era un blanco fácil: carecía de escolta y ni se le pasaba por la cabeza que podía llegar a ser objetivo al tratarse de un gestor sin responsabilidades en la redacción. El hecho de que no variase sus rutinas, algo que por entonces formaba parte del código de supervivencia de los amenazados, lo dice todo. El día de autos tuve que cubrir el atentado. De aquella travesía por las diferentes texturas del horror recuerdo sobre todo el espeso silencio que se adueñó de la redacción cuando se confirmó la identidad de la víctima. Un silencio compacto que se apoyaba a partes iguales en el dolor por la pérdida de alguien próximo y en la certeza de que en su lugar podría haber caído cualquiera de nosotros.
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