A los 19 años Bonifacio ya era nostálgico. Echaba de menos su casa, su pueblo, su tierra natal, a su familia y a sus amigos (lo normal cuando se va uno a estudiar fuera), pero a tan corta edad ya era capaz de echar la ... vista atrás y añorar costumbres que había visto desaparecer. Como en 1897 no existían Tik-Tok, YouTube ni las redes sociales Bonifacio compartió su queja del modo en que lo hacían los niños pera decimonónicos: mandó tres largas páginas repletas de metáforas a una revista cultural. Concretamente se la envió a 'Euskal-Erria', publicación fundada en San Sebastián en 1880 y en la que solía colaborar el hermano mayor de nuestro protagonista, el célebre historiador Carmelo Echegaray.

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Con el tiempo el joven Bonifacio Echegaray Corta (Zumaia 1878 - Durango 1956) llegaría a ser un reputado intelectual –experto en derecho foral vasco, secretario del Tribunal Supremo, redactor en 1932 del primer estatuto de autonomía, académico de Esukaltzaindia, poeta…– pero en abril de 1897 era aún un simple estudiante de leyes en El Escorial que suspiraba por volver a casa y beber un trago de sidra. Plasmó su morriña sidrera en un artículo que 126 años después nos permite conocer cómo era el ambiente de las sidrerías de Hernani (las más concurridas por los veraneantes de entonces) y en qué se diferenciaban de las que Bonifacio había conocido en Zumaia siendo niño. El autor nos descubre además que a los verdaderos connoisseurs de la sidra, a los fans acérrimos capaces de viajar allá donde se estrenara una nueva kupela, se les denominaba «sagardúos» o «zizarristas», siendo «zizarra» la sidra nueva hecha con la primera manzana que se recoge y un poco más ácida de lo normal.

Según Echegaray a final del siglo XIX la meca del zizarrismo estaba en Hernani, adonde acudían los ricos y famosos de Donostia para pasar la tarde al son del txotx y las cazuelas de barro. En la sidrería se bebía, se comía y se pagaba religiosamente cada trago a un cobrador «que escudándose en el lema eran eta paga se encarga de recibir las cantidades que los consumidores van depositando en sus manos a cambio del vaso de sidra».

Así eran las sagardotegiak de interior, algo más refinadas y modernas que las de mar. Para Bonifacio las auténticas sidrerías (como la que él había frecuentado en Zumaia) eran las que rezumaban olor a pescado y tabaco y mantenían una vieja costumbre en peligro de extinción. «Si había ancianos dentro de la sidrería no podían los jóvenes entrar en ella. Quedábanse a la puerta y uno de ellos entraba en el antro con la cabeza descubierta en señal de veneración a la senectud que allí se hallaba congregada, tomaba el joven la sidra que él y sus compañeros iban a consumir y salíase por el foro tal como entró». Respeto, trago y chitón.

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