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Nunca ha terminado de gustarme el sabor almizclado de las hormigas culonas. Las he probado solas, como snack, y en infinidad de preparaciones en Colombia. A mi hija de cinco años tampoco le gustan mucho. Lo maravilloso es que ella no tiene prejuicios en comerse ... tamaño arácnido sin pensarlo dos veces, ni tampoco en escupirlo cuando el sabor le incomoda, por cierto.
Me gustan mucho más las hormigas limón, las de origen amazónico, puro sabor a hierba luisa y limón e incluso las termitas picantes. He llegado a disfrutar en México comiendo pequeños chapulines tostados –entre la langosta y el saltamontes, diríamos – como si fueran pipas y no tanto con los mojojoys, de las palmeras, gusanos amarillos gordos y mantecosos cuyo cuerpo tiene un ligero sabor a las nueces de Brasil y cuya cabeza amarga. La cocinera colombiana Leonor Espinosa los utiliza habitualmente en su cocina y ahí los soporto, aunque la experiencia de comerlos vivos como hacen los indígenas y sentirlos calientes en mi boca, algo que solo he intentado una vez, no me dejó ganas para repetir.
Si alguien como yo, curioso incansable, fan de la comida y de lo desconocido tengo a veces estos problemas de origen cultural, qué no le pasará al comensal medio que solo soporta los ingredientes y sabores familiares. Una cosa es que el sabor de algunos de ellos nos pueda parecer extraño como a mi hija, pero la mayor parte de las veces la repulsión llega mucho antes de metérnoslos en la boca. Los rechazamos solo al verlos, lo opuesto a lo que nos ocurre con los percebes. La realidad es los crustáceos marinos y los insectos no dejan de ser primos lejanos, artrópodos invertebrados con exoesqueleto. Amamos los que nadan y no concebimos disfrutar con los que saltan o vuelan.
Si escuchamos a los expertos, empezando por la FAO, la OMS e infinidad de universidades no nos quedarán muchas dudas de que el futuro alimentario de nuestra especie pasa por introducir los insectos. Cien gramos de grillos contienen veinte gramos de proteínas, amén de ácidos grasos, minerales y hasta fibra. Además, su producción es mucho más sostenible en términos de consumo de agua, materias primas y energía. Hay más de 2000 especies de insectos que se consumen en alguna parte del mundo y en al menos en 130 países su ingesta es tradicional. ¿Pero por qué no avanzamos en este campo si todo parece tan favorable? ¿Tan poderoso es nuestro imaginario y las singularidades culturales?
Un grupo de investigadores de universidades europeas publicó a principios de año un estudio sobre la aceptación del consumo de insectos. La primera razón esgrimida para no comerlos, la que declara el 38% de los encuestados, es el asco. El 15% afirma que no lo hace por una carencia de hábito y el 9% porque tiene dudas sobre su seguridad alimentaria. Cuando se pone a los participantes en el estudio ante la tesitura de empezar a incluirlos en su dieta habitual, solo un 16% dice estaría dispuesto a hacerlo, frente al 82% que no lo haría en ningún caso. Tras explicarles su potencial como alimento sostenible llegan a aceptar que su ingesta sea una práctica en el futuro, siempre y cuando los insectos no sean reconocibles. Aceptarían el consumo de harina de hormigas, galletas o barritas energéticas a base de chapulines tostados, pero nada de enfrentarse al bicho en el plato.
¿Se imaginan un sashimi de insectos en los restaurantes de moda? ¿No? Igual de extraño sonaba hace no más de veinte años la idea de convertirnos en consumidores habituales de pescado crudo y amar el sushi tanto como la tortilla de patatas.
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