Hubo un tiempo en que apostatar de las Navidades era un gesto de progresía, según la terminología política más actual en este país. De un solo golpe, como el cinturón del sastrecillo valiente, se rompía con uno de los símbolos más importantes de la religión ... cristiana, con una de las costumbres más arraigadas y representativas del modelo de familia tradicional y hasta con el consumismo que se había apoderado de las fiestas desde los tiempos de la tele en color. Pese a aquel intento sostenido, hoy seguimos reuniéndonos en torno a la mesa los días señalados en el calendario.

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Actualmente, la negación y el cuestionamiento ideológico son menos subversivos que la pura reivindicación de la Navidad como tiempo de reencuentro. Dicho de otro modo, lo tradicional se puede convertir en un fermento contracultural en este mundo en el que lo políticamente correcto va de un extremo al otro del péndulo. Por lo pronto, en estas fechas podemos vivir a un ritmo más lento, compartir la mesa con un grupo mayor que el de la familia nuclear y escuchar durante horas o días a personas a las que teóricamente estamos ligados por lazos estrechos pero a los que vemos poco o nada.

Si bajamos a lo que más nos importa en esta columna, las cosas del comercio y el bebercio, podemos afirmar que cocinar para la familia los alimentos que se han de compartir es una decisión que hace tiempo ya pasó de tradición a la contracultura. Guisar a diario, al menos como aspiración, se ha convertido en una de las actividades más valiosas a la que dedicar nuestro tiempo, ese que consideramos escaso, y nuestro cariño, ese que a veces tan difícil es de gestionar.

Difundir esta idea en muchos entornos sociales es tan quimérico como lo fue querer cargarse la Navidad porque los nuevos estilos de vida reman en contra. El principal argumento –disculpa, dirán algunos– es el de la falta de tiempo y le sigue el de la dificultad técnica, ambos refutables. Todo se resume en el orden de prioridades de cada uno. Hay quien entiende la cocina como una pérdida de tiempo, por lo que da igual que sean diez minutos o tres horas los que debe pasar en ella.

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Uno de los conceptos más en boga es el de soberanía alimentaria de un país, la capacidad de dotarse de sus propios alimentos. Yo considero que hay otra versión del mismo más importante aún: la soberanía alimentaria familiar. Me refiero a la capacidad de cocinar para los tuyos. Comer más rico y más sano, más barato y de un modo más responsable con el planeta. No depender de los platos hechos y ultra todo: ultraprocesados, ultracongelados y ultracaros.

Los sistemas de calefacción más hogareños que conozco son la chimenea y el horno. Se que vuelvo periódicamente con este tema desde hace casi dos lustros, y siento que mi preocupación me va volviendo militante. Para este 2024 que nos viene, me reafirmo. Hay pocas actividades más reconfortantes en una cocina familiar que amasar y hornear tu propio pan. No es solo el aroma que inunda la casa entera, ni el intenso sabor de la hogaza recién cocida, sino también el rito de elaborar con tus propias manos el más simbólico de los alimentos para un occidental. Quien es capaz de hacer su propio pan, puede hacer cualquier cosa por su familia. 

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