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Martes, 25 de mayo 2021, 07:08
La historia del nombre de magdalena no termina de estar clara. Y es Según el Larousse Gastronómico, el secreto de la fabricación se atribuye a Commercy, ciudad súbdita del rey polaco Stanislas Leszcynski (1676-1766). Se cuenta que en 1755 el soberano descubrió esta preparación realizada por una joven campesina.
El monarca las apreció notablemente y le puso el nombre de la muchacha. El pastelito pronto conquistó la corte de Versalles y luego París. La muchacha en cuestión parece ser que se llamaba Madeleine Palmier, y era sirvienta de la marquesa Perrotin de Beaumont, quien solía recibir al rey polaco cuando acudía a la localidad de Commercy a cazar.
Otra versión más hispánica indica que estos pastelitos los vendía una joven, llamada también Magdalena, en el camino de Santiago y que los hacía para recordar la concha de la vieira. Esta sería una de las razones por las que esta preparación se hizo tan popular por las tierras hispánicas.
Y es que una de sus características son las estrías que recuerdan a la concha del peregrino, que es como se presentan las más tradicionales. Estos pequeños bollos se hacen al horno en unas placas que tienen unas hendiduras estriadas. Es ahí donde se deposita la preparación por la que, una de sus caras es plana y la otra no.
La receta más tradicional tiene harina, azúcar, manteca, levadura seca, huevos, limón y un poco de sal. Lo más habitual es encontrarla también de forma redondeada, tras hacerla en un papel redondo y estriado. La preparación sube en el horno y la parte superior es plana pero la inferior está acanalada.
En la actualidad se realizan de diferentes formas y sabores. Con cobertura de chocolate, de calabaza… Eso sí, no tienen nada que ver con los «muffins» o los «cup-cakes» que tan de moda se pusieron hace unos años; y siguen estando presentes ya que existen hasta tiendas especializadas.
Hablar de la magdalena es hablar del escritor Marcel Proust, premio Goncourt en 1919 con su «A la sombra de las muchachas en flor» y segunda entrega de las siete que tuvo «En busca del tiempo perdido». Fue en el primer tomo, «Por los caminos de Swan», donde el escritor francés establece un concepto que se ha extendido por todo el mundo, como es recordar su infancia a partir de tomar té y un poco de magdalena (aunque en un principio pensaba hacerlo con una tostada.
«Pero en el instante mismo en que el trago (de té) mezclado con las migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviera la noción de su causa», añadía.
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