Puede que la casa consistorial de Donostia sea una de los más bonitas que existen, pero sin duda sus días como casino crápula fueron mucho más interesantes que su burocrático presente. En vez de funcionarios había libertinos, y en lugar de ventanillas para trámites había ... mesas de billar, ruletas y tocadores decorados al estilo japonés. No hay color.
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Cuando Primo de Rivera prohibió el juego en 1924 proscribió también la juerga, los guiris millonarios y el embolingue sin prejuicios, señas de identidad de una ciudad que quiso jugar a ser el Montecarlo atlántico. El Gran Casino de San Sebastián, un mastodóntico proyecto de iniciativa privada y empujón público, abrió con la difícil misión de atraer a depravados extranjeros sin contaminar el alma del público local. Por eso cuando se inauguró el 1 de julio de 1887 la prensa hizo hincapié en la belleza del edificio, en el dinero que el casino aportaría a las arcas municipales y en la oferta de ocio casto, sano y virtuoso que podía ofrecer. Los vicios y la inmoralidad quedaron limitados al primer piso: allí se jugaban los cuartos los turistas acaudalados, allí blasfemaban mientras perdían hasta la camisa. En comparación la planta baja era un remanso de paz y decencia decimonónica, una especie de centro comercial con estanco, kiosco de periódicos internacionales, peluquería, saloncitos para señoras, sala de esgrima, oficina de información bursátil (llegaban telegramas de las bolsas de Madrid, Londres, Berlín y Bruselas), salones de lectura, conversación y música y dos espacios gastronómicos consistentes en un café-glacier y un restaurant. El primero era un café con una amplia oferta de refrescos (de ahí lo de 'glacier') y el segundo un restaurante de cocina francesa con dos comedores.
La oferta culinaria se contrató a un reputado fondista de París de quien sólo sabemos que se llamaba M. Bordette. Él organizó los servicios de almuerzo, comida, té de las cinco y cena que diariamente se podían disfrutar en el casino y también el lunch ofrecido el día de la inauguración. Aquel primero de julio de hace 134 años hubo concierto, fuegos artificiales y baile de gran etiqueta además de una cena de gala tan exclusiva que desgraciadamente la prensa no soltó ni pío sobre los invitados ni sobre el menú. Lo que sí es seguro es que la comida fue netamente francesa, tal y como mandaban los cánones elegantes de la época. Aún quedaba mucho para que San Sebastián vendiera al mundo gastronomía autóctona en vez de bacarrá.
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