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Lo leí el martes en este mismo periódico. Algunos donostiarras se quejaban de que la playa de La Concha se había convertido este verano en una mala copia de Ibiza con toques de campamento de verano y pesadilla turística. Así dicho parece que el asunto ... ha sido gravísimo, pero básicamente los lamentos se limitaban a echar pestes de a) un barco que pasó por la bahía con demasiados decibelios musicales y b) la gente que exhibe comportamientos que otros interpretan como ofensivos. Horteras, cutres, vulgares, insultantes. Un poco de pobres probablemente también. Seamos claros: los que llegan a la playa con «neveras, paelleras y todo un despliegue de alimentos y bebidas» no viven en Miraconcha ni van a ir a cenar a un tres estrellas. Se llevan la comida de casa, tan contentos, y parece que hay quien se ofende por ver semejante despliegue doméstico en la arena. ¿Cómo se atreven a sacar el táper de ensaladilla donde puso sus pinreles la aristocracia europea? Ene bada!
Lo más divertido es que éste es una controversia recurrente. Los tiquismiquis nunca se han llevado bien con los campechanos y el resquemor entre «nosotros» y «ellos» existe prácticamente desde el invento del turismo. Al principio eran los foráneos quienes superaban en buenas maneras a los locales, pero tras la Primera Guerra Mundial el turista nobiliario comenzó a escasear y San Sebastián se convirtió en un destino para los excursionistas de clase popular. El diario 'La Voz de Guipúzcoa' se hacía eco ya en 1929 (20 de octubre) de ese turismo modesto que, para horror de los finísimos donostiarras, no sólo no hacía gasto en la ciudad sino que se conformaba, una vez bajado del autocar, con comer de tartera en la playa.
Zampar en La Concha significaba que no vivías o te alojabas cerca y que además no tenías dinero suficiente como para ir de restorán. En otros arenales no eran tan melindrosos y abundaban los puestos donde comprar desde una cazuelita de magras hasta una tortilla de patata, pero la capital era otra cosa. Recién terminada la Guerra Civil, en julio de 1939, la playa donostiarra prohibía el acceso entre las 14.30 y las 16.00 horas. Como le parecía poco, el teniente de alcalde solicitó en la Comisión Municipal Permanente que se prohibiera «el feo espectáculo de llevar cazuelas».
A la gente le dio igual. En verano de 1947 la cuestión se había ido de madre y en Ondarreta la arena estaba llena de restos de comida y trozos de botellas de vino. De nuevo algunos exigían, en lugar de un mejor servicio de limpieza o algo más de civismo, la prohibición total de comer en la playa. Casualmente, nadie protestaba por que los extranjeros ricos hicieran que el hotel les acercara el almuerzo o el servicio completo de té hasta la mismísima orilla del mar. El tiempo pasa pero las cosas no cambian.
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