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JULIÁN MÉNDEZ
Domingo, 8 de febrero 2015, 12:38
Genio y figura... Mike Kennedy, nacido Michael Volker Kogel (Berlín oriental, 1945), el cantante rubio de Los Bravos, conoció a su actual novia en la panadería de El Corte Inglés de Vitoria. La mujer, Asun Aizpún, una profesora de Literatura de hermosos ojos verdes, llamó la atención a aquel tiarrón de pelo cano... que se había saltado la cola por el morro. «Luego me di cuenta de quién era».
Pero antes de que Asun llegara a abrir la boca, el músico le soltó un bronco «sí, soy Mike Kennedy». Y hasta hoy. El alemán, a quien Franco ofreció la doble nacionalidad por los servicios musicales prestados, se prepara para festejar en unos meses el cincuentenario del grupo y da vueltas con su inseparable guitarra a las tres canciones que compondrán un disco-homenaje. El 'hit' será un 'Black Is Black' con ritmo de reggae. Guau.
Vitoria era esta semana un lugar gélido, húmedo y nevado. Así que costó dios y ayuda arrancar a Kennedy de su doméstico y cálido refugio. Mike vivía con su pareja en Oliva (Valencia), pero un día, tras uno de sus bolos, pegó la hebra con Begoña Arteaga. La mujer es una fan incondicional del cantante, al que vio, por primera vez, con 18 años (y acompañada por sus padres, entonces no podía ser de otro modo) en el Hotel César de Miranda de Ebro. Begoña intimó con Kennedy y le animó a trasladarse a Vitoria. Hasta le consiguió un alojamiento. Así que nos encontramos con Kennedy en el Amaika, algo así como su bar de cabecera, justo enfrente de la céntrica buhardilla donde mora. Angélica Muñoz, una camarera de sonrisa desbordante, ayuda a descongelar el ambiente y prepara una aromática infusión de menta-poleo para que el artista temple el cuerpo y el espíritu. Paciente, Mike desgrana anécdotas, confidencias y recuerdos a ráfagas, con frases cortas y abruptas. En la cafetería suena la cara B de su existencia. «Yo soy bastardo», confía. «Pero, como me dijo mi madre, soy un fruto del amor».
El amor, las mujeres y la música son las tres patas sobre las que descansa su existencia. Tenía diez años cuando su madre, su abuela y un tío se liaron la manta a la cabeza y saltaron el Muro de Berlín. «Fuimos un poco locos», reconoce. Su madre, Waltraudt, era actriz y llegó a aparecer en pequeños papeles en el cine. El padre, dice, tenía sangre azul y una buena planta que fue su única herencia. «Mi madre, claro, fue una aventura». En aquellas condiciones, la abuela Anna se convirtió en la persona más importante de su vida. «El día que fue enterrada, canté ante su tumba. Como los payasos tristes del circo, el espectáculo siempre debe seguir», se emociona tras las RayBan de aviador con gruesos cristales tintados de miope que ocultan unos ojitos azules, cristalinos.
Cuando Mike fue negro
En el Berlín de la ocupación, del jazz, de la mantequilla de cacahuete, de las medias de nailon y del 'chewing gum', Kennedy formó el oído, la voz y el carácter. «La gente conoce mis agudos. Sí. Pero en los primeros discos, cuando no ponían fotos en las carátulas, el público creía que era negro», presume.
Mal estudiante, callejero, con la vocación perdida de ser veterinario, el Kogel adolescente aterrizó en el laboratorio de una cervecera. Más a gusto que un arbusto. Allí se le iban las horas con el microscopio, observando la globulosa reproducción de las levaduras. Hasta que se hartó del frío y quiso sentir los rayos del sol en su piel. Aterrizó en la Mallorca del desarrollo turístico y no quiso ya otra cosa que fiesta, chicas y decibelios. Se enroló en un grupito bautizado 'Los Runaways'. «Estaba hasta los cojones del mal tiempo. Como ahora», brama paseando su vista por los ateridos parroquianos que se refugian en el café y se templan las manos con las tazas humeantes.
La vida pasa a toda velocidad ante las retinas de Kennedy. Le cambian el apellido Kogel («en Sudamérica se confundía con coger, que quiere decir follar», ilustra) y un avispado productor, Alain Milhaud, le pone como voz cantante de Los Bravos, junto a Manolo Díaz y a Tony Fernández. Es 1966. «No fuimos conscientes de lo que teníamos», cabecea. Fama, dinero, amor, giras por Estados Unidos, Francia, Cuba, Reino Unido... Mike tocó la gloria con los dedos. Y entre los dedos se le escurrieron el triunfo y las ganancias. «Ganamos mucho dinero. Pero, como dicen los anglosajones, 'easy comes, easy goes'». Cantaba, cobraba y se lo fundía en el acto.
Pero para la memoria de un par de generaciones han quedado canciones como el 'Black Is Black' (aún produce derechos de autor... que no llegan a Mike), 'La motocicleta', 'Los chicos con las chicas' y 'Bring a Little Lovin', una de sus favoritas. Subidos en la cresta de la ola, compitiendo con Los Canarios y los Pop Tops, hasta hicieron cine. «Mejor que 'Los chicos con la chicas' fue la segunda parte, 'Dame un poco de amor', que rodamos con José María Forqué» y para la que Kennedy compuso la sentida 'She's My Girl'. Medio siglo después, el cantante entiende que aquellas letras sin aparente maldad («los chicos con las chicas deben vivir y todos, todos juntos deben cantaaaarr») fueron los primeros gritos de libertad bajo la censura, la plasmación consciente del ansia de terminar con aquella separación de sexos y con el hostigamiento que padecían los españolitos y españolitas de a pie, a quienes multaban por besarse en un parque. Ellos eran gafas de sol, melenitas, flores y modernidad en la España de la caspa y el Caudillo.
Como un mal matrimonio
Pero el grupo solo duró cuatro años. «Aquello era una lucha de egos. Había mosqueos porque en las películas yo salía en más planos. ¡Pero si yo era el cantante!», protesta. «Vivíamos como un mal matrimonio. Y acabamos como un mal matrimonio». Ordena Mike, abrigado con una gruesa chaqueta Rox, una cervecita sin alcohol que le acerca Tiago da Silva. «Aún suenan nuestras canciones. Somos de ir y venir. Como la moda».
Después de echar la persiana, Kennedy tuvo que reinventarse. Publicó 'Enigmático Mike' 'Mike Is Mike' y 'Made in USA'. Hubo un fallido intento de volver como Mike Kennedy y Los Bravos. Nada. En los 90, el rubio se subió a la trashumante carreta de la nostalgia junto a Karina, Jeanette, Micky y Tony Ronald. Los Mágicos 60 hicieron caja vendiendo melancolía y recuerdos.
En eso sigue. Mike no tiene retiro. Así que aún vive de sus bolos, de su impostada presencia de bombardero y de su voz legendaria. «Aún siento el cariño de la gente. Pero los mejores son los cubanos. Miami y Cuba. Se sabían las letras mejor que yo», suspira mientras ante su vista asoma un horizonte de playas y palmeras, arena blanca, mulatas y cerveza Polar. «Soy el más bohemio de todos. Puto frío», maldice. «No quiero ser un aguafiestas, pero no puedo fingir. ¿Qué soy? Más latino que alemán. Alemania es hoy el país más rico de Europa. No porque sean más inteligentes. Es por la disciplina. Disciplina prusiana. Allí está todo organizado. No como aquí. Me han cambiado la medicación. Te sientes como el conejo de la India», suspira.
El calor de la charla funde el hielo y aparece el Mike Kennedy erudito del cine que carga con tres cintas de DVD en el bolsillo (entre ellas, 'Medianoche en el jardín del bien y del mal'), el fotógrafo impenitente que pasa sus horas en el cercano parque de Salburúa («la gente va a ver a los ciervos follar, yo ya estoy harto»), el veterano cascarrabias que apura la vida hasta el último sorbo. «La música es mi vida», suspira. «No tengo jubilación. Cantar es lo único que sé hacer para ganar dinero». En el café, la gente le reconoce, le mira y hasta le pide autógrafos. Y él, con gusto, les tiende la mano, adornada con una calavera de plata.
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