I. O. OLANO
Sábado, 11 de mayo 2019, 00:14
«Eres un verdadero artista. Cuando me desmaquillé, sentí que estaba destruyendo una obra de arte. Es un honor para mí haber sido de nuevo tu lienzo». Así habla Julianne Moore de Hung Vanngo, el estilista al que confía su rostro para las grandes ... ocasiones la actriz estadounidense de origen escocés y un imponente reguero de figuras de primer nivel de las pasarelas y las alfombras rojas más rutilantes. Del poder de su magia para embellecer las facciones saben lo mismo Jennifer Lopez que Kaia Gerber, la hijísima de Cindy Crawford; Miranda Kerr que Selena Gómez; Kendall Jenner, la última en poner la cara por él, que Giselle Bündchen, la penúltima, tras solicitar sus servicios para asegurarse de que sus ojos, su boca y sus pómulos aparecieran perfectamente definidos en la última Gala MET, el acontecimiento anual más importante del mundo de la moda.
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Vanngo surfea la ola. Es el estilista fetiche de Hollywood y su frenética vida se ha convertido en un continuo subir y bajar de aviones, en los que recorre las principales metrópolis para administrar su cotizada dosis de 'glamour' a 'top models', cantantes e intérpretes. Siempre rodeado de estrellas, nadie diría que la suya propia eclipsa a todas las demás. El maquillador de las 'celebrities' nació a años luz del universo de Sophie Turner, Emily Ratajkowski, Chrissy Teigen o Bella Hadid. Él solo tenía seis años cuando su madre le sentó junto a una de sus hermanas y a otro hermano en una embarcación que les debía llevar a Estados Unidos, ya saben, la tierra de las oportunidades. Era la decisión desesperada de una madre soltera con seis hijos a su cargo. «En aquel momento, la política de mi país era inestable y mi madre invirtió todos sus ahorros para que los tres más pequeños pudiéramos escapar de allí», ha explicado el maquillador en una entrevista concedida a la CNN.
Pero aquella barcaza no llegaría muy lejos. Encalló en Tailandia, en una zona fangosa que estuvo a punto de tragarse a los niños. «Nos rescataron unos tailandeses cuando el barro nos llegaba al cuello». A aquel golpe de suerte le seguiría su confinamiento en un campo de refugiados durante tres años. Vanngo lo recuerda como un lugar pequeño con mucha gente durmiendo en el suelo. «Los días allí consistían básicamente en seguir esperando», evoca. Sin saberlo, muy lejos de allí, en Canadá, un hada madrina con forma de camarera de un hotel de Calgary agitaba su varita. Un día que entró a una oficina de inmigración y vio una foto de los tres niños, decidió ayudarles. Ella consiguió su traslado a Norteamérica, les encontró un hogar y se aseguró de su escolarización.
Una vez instalado y aclimatado, el talento natural de Vanngo con los pinceles empezó a brotar. Primero, en un salón de peluquería; más tarde, en una agencia de modelos. Hoy, afincado en Nueva York, dice que la suya es «la historia de cómo la gente común hace que la vida de los demás sea mejor». Si pudiera susurrar algo a aquel niño acurrucado en el suelo en un campo de refugiados tailandés, sería: «Todo es posible».
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