Hace 200 años James Parkinson publicó «An Essay on the Shaking Palsy», la primera descripción de la enfermedad que hoy lleva su nombre. Parkinson nunca exploró a los tres pacientes objeto de la publicación. Los veía pasar por la calle día tras día y así ... constató los síntomas más destacados y la evolución de la enfermedad. Un prodigio de observación que no sorprende pues Parkinson era paleontólogo. Si dos siglos después James Parkinson resucitara y viniera de visita, le llevaría a.
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Le llevaría a un hospital para que viera que su reseña sigue vigente, si bien cabría añadir que existen otros síntomas y que puede comenzar en edades tempranas. Le invitaría a escuchar y explorar a alguna persona afectada para que comprobara síntomas como la depresión, el estreñimiento, la pérdida de memoria, el insomnio, la urgencia miccional o la rigidez que él no pudo describir. Le explicaría que un 15% de los casos son hereditarios pero que todavía no se ha identificado la causa, a pesar de buscar incluso entre las bacterias del intestino. Y que ya no acorta la vida aunque progresa lentamente provocando discapacidad. Pasaría luego al laboratorio para enseñarle los avances en genética, en biología molecular y los modelos animales y celulares creados gracias a las células madre. Le acompañaría a Medicina Nuclear para mostrarle los modernos equipos de diagnóstico, como el PET. Le contaría orgulloso que desde hace 50 años tratamos con éxito la enfermedad porque aprendimos que se debía a la degeneración de las neuronas que producen dopamina y que podemos sustituir la dopamina que falta. Le diría resignado que seguimos luchando por tener tratamientos que detengan su curso progresivo y que tenemos esperanzas en las vacunas, sobre todo si se pudieran administrar muy pronto, incluso antes de que aparezcan las primeras manifestaciones motoras. Porque sabemos que los cambios en el cerebro comienzan mucho años antes de la aparición del temblor o la lentitud y existe esa ventana de oportunidad. Le diría que cuando los fármacos no son todo lo eficaces que nos gustaría, disponemos de técnicas quirúrgicas implantando estimuladores dentro del cerebro o aplicando ultrasonidos de modo muy preciso. Le hablaría de las más de 300 personas con trasplantes celulares y de las decenas que han recibido una terapia génica. Y le informaría de que las sociedades avanzadas destinan más de un 3% de su PIB a la investigación científica que es el mejor modo de derrotar a la enfermedad. La mejor inversión. Al fin y al cabo, James estuvo muy implicado en política.
Terminaría la turné en una Asociación donde podría saludar a personas afectadas y a sus familiares y cuidadores. Así sería consciente de la lucha continua que sostienen frente a la enfermedad y de que es absolutamente necesario abordarla de forma integral. Estoy seguro que se despediría diciéndome que sueña con que su nombre desaparezca cuanto antes de los libros de Medicina porque un día alguien descubrió una cura definitiva.
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