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ESTRELLA VALLEJO
Domingo, 14 de mayo 2017, 08:43
«De pronto me quedé ciega. No podía hablar y me costaba mucho respirar. Me estaba quemando por dentro y por fuera». La historia de Vanesa Carrasco es de esas que superan ampliamente la ficción. No solo por la concatenación de desgracias, sino sobre todo por la entereza y la fuerza con la que ha sido y sigue siendo capaz de superar cada una de ellas.
Esta joven de Errenteria nació con espina bífida meningocele. Esto le provoca problemas de riñones y va perdiendo sensibilidad en las extremidades inferiores. Aunque puede ponerse de pie, cada vez le resulta más complicado. La suya es la versión grave de una enfermedad degenerativa que le hizo a los once años empezar a utilizar muletas. Un año después, una operación que no obtuvo buenos resultados le dejó en silla de ruedas, un estado al que iba a llegar de todas formas, pero no tan temprano.
Vanesa se volcó en el deporte adaptado, concretamente en la natación, y cursó trabajo social. Pero en 2012 le diagnosticaron lupus eritematoso sistémico, una enfermedad que hace que el sistema inmunitario ataque a las células y tejidos sanos, lo que unido a las dolencias propias de la espina bífida, su afección a los órganos se agravaba. «Esto me hace estar cansada, tener fatiga, tener fiebre muchos días, artritis, que se me caiga el pelo, ser fotosensible...». Esta enfermedad crónica le obligó a estar durante 2012 y 2013 en una «montaña rusa» de ingresos y recuperaciones con una media de cinco visitas a Urgencias por año. Una vez equilibrada, con la correspondiente medicación, consiguió mantener cierta calidad de vida, «aunque siempre con mucha precaución, porque nunca sabes cuándo te puede llegar un nuevo brote», expone.
Brote sin diagnóstico
Sin embargo, si algo ha aprendido esta joven de 28 años es a leer las advertencias de su propio cuerpo. Era julio de 2015 y Errenteria estaba inmersa en la celebración de las Magdalenas. Días de mucho calor, de dormir menos de lo habitual y comer de forma desordenada. A priori nada del otro mundo durante las fiestas. Pero una noche, Vanesa empezó a encontrarse mal. Le subió la fiebre, un plomizo cansancio se apoderó de ella y se le quitaron las ganas de comer. «Mi cuerpo me estaba advirtiendo de que venía otro brote», relata. Pero dos días seguidos con una fiebre superior a los 40 grados y una dificultad al respirar poco habitual le hicieron dudar de que fuera lupus.
Esa misma noche empezó el calvario. Dormía junto a su madre «porque me encontraba muy mal» y a las cinco de la mañana «empecé a notar un ardor tremendo en los ojos. Le dije a mi madre que encendiera la luz y de repente lo veía todo blanco. Esa sensación no la había tenido nunca y estaba segura de que no era lupus. Fue un momento horrible que no se me olvidará en la vida», asevera con la misma seguridad con la que lo pensó dos años atrás.
Una ambulancia le trasladó rápidamente a Urgencias del Hospital Donostia y en menos de una hora estaba ingresada en la UCI. No sabían qué le estaba ocurriendo, pero era incapaz de ver, de hablar, de respirar y su piel y tejido interior era víctima de una reacción similar a una quemadura. Primero fue poniéndose de un color oscuro, pasó a ennegrecerse, después salieron las ampollas y por último, el 90% del interior y exterior de su cuerpo se quedó en carne viva. «Me vendaron de arriba a abajo. Solo tenía los ojos y parte de la boca destapados. Me iba. Y no sabían qué medicamento proporcionarme para frenarlo». Recuerda que un día le entró un momento de histeria, de pánico, en el que intentó arrancarse la vía y marcharse de allí. Pero no pudo.
Al cabo de una semana, los médicos decidieron trasladarle a la Unidad de Quemados del Hospital de Cruces en Bilbao. Salió en helicóptero desde el parque de Bomberos de San Sebastián. «No podía ver ni hablar y a duras penas respirar. Estaba vendada entera y solo oía el ruido del helicóptero que era todavía más intenso al no poder ponerme los cascos por tener las orejas en carne viva. Durante el trayecto solo pensaba 'aguanta que es media hora'».
En Cruces permaneció quince días ingresada en la UCI. No tuvo los momentos de pavor de los días previos, «pero lloraba a diario» y fue uno de los momentos más duros. «Estaba sola 23 horas al día, sin ver ni hablar. Coger aire dolía. No sabía qué día ni qué hora era; estaba alejada de los míos; vendada de pies a cabeza; se me había caído el pelo y las uñas, y lo peor de todo, no sabía por qué estaba ahí, qué me ocurría, si saldría de allí y en caso de salir, cómo terminaría todo aquello. Fue horrible».
Las únicas partes de su cuerpo que no llegaron a 'quemarse' fueron el cerebro y el corazón. Cada 48 horas le advertían de que su vida corría peligró y que dada la gravedad de las heridas difícilmente superaría las próximas 48. Pero, frente a todo pronóstico, Vanesa conseguía superar cada barrera. «Todas las mañanas me repetía: Un día nuevo para luchar. Y por la noche: Venga, un día menos».
A las 8 de la mañana, un fisioterapeuta le obligaba a hacer ejercicios para aprender de nuevo a mover los brazos, piernas y a respirar porque solo el hecho de coger aire era como si le arañaran las vías aéreas. «A diario me tenían que cambiar el vendaje y limpiar las heridas. En teoría no podían tocarme, cualquier roce era un dolor horrible y me ponía a chillar, pero era la única manera de hacerme las curas», recuerda.
La joven errenteriarra insiste en que solo pensaba en que «tenía que salir de allí», pero reconoce que para superar el total de 23 ingresada en la UCI -entre su estancia en Donostia y Bilbao- «necesitas tener una fuerza que siendo sincera ni yo sabía que tenía».
Para sobrellevar los días pedía que le encendieran la tele, aunque al mismo tiempo le enfurecía porque le recordaba su ceguera. Las horas pasaban lentas y los días se hacían eternos. Se entretenía memorizando los botones del mando a distancia y cuando éste se le perdía, se arrancaba los electrodos para que le hicieran caso. «Aquello empezaba a sonar que parecía que me estaba muriendo y aparecía en la habitación medio hospital. Ahora lo recuerdo como una anécdota graciosa pero, en esos momentos, que me localizaran un mando a distancia me daba la vida», apunta al tiempo que confiesa que le entristecía pensar si su vida iba a pasar a convertirse en una dependencia absoluta de terceras personas.
La decisión más difícil
La «barra libre de morfina» en el hospital de Cruces le fue de gran ayuda para aguantar el dolor que tenía por todo el cuerpo y asegura que no le resultó complicado desprenderse de ella, aunque recuerda una notable diferencia entre el tipo de sustancia administrada en Bilbao y en Donostia, «donde me provocaba una sensación horrorosa».
Este analgésico ayudaba, pero su estado empeoraba, no iba a poder aguantar más y había que tomar una decisión. «Un día apareció mi madre llorando en la habitación con tres batas blancas, como digo yo, que eran el jefe, el jefazo y el súper jefazo». Le indicaron que había un antídoto que desconocían la reacción que podría causar en ella, pero que creían que podría revertir la situación. Eso sí, bajo su responsabilidad. «Si seguía tal cual, ya sabía lo que me deparaba y esa era la única posibilidad que tenía de salir. Recuerdo que mi madre me dijo llorando que hiciera lo que creyera oportuno», apunta.
Vanesa firmó el papel y se enfrentó a lo que considera uno de los momentos más duros de su vida. «Al fin y al cabo, mi gente ya se estaba mentalizando de lo que me podía pasar y este era el único 1% de posibilidad que tenía de vivir».
En la misma postura que las últimas semanas y con las vendas colocadas, le inyectaron la medicación. Se quedó inmóvil a la espera de que algo le sucediera, sin saber exactamente qué. Solo esperaba a que ese antídoto hiciera algún efecto sobre ella, con el temor de que la dirección fuera la incorrecta. «¿Funcionará? ¿Me dolerá? ¿Si me pica es bueno?», se preguntaba para sí misma con congoja. Como por arte de magia, su piel empezó a regenerarse al cabo de los días. «Solo espero que pueda servir a otras personas y no tengan que pasar por lo que yo pasé», confía.
A finales de agosto, le trasladaron de nuevo al Hospital Donostia donde permaneció 26 días en planta en la Unidad de Infecciosos. Ahí veía su vida a salvo pero se enfrentaba a otro muro. «¿Voy a vivir en silla de ruedas y ahora además ciega?». Al cabo de los días empezó a recuperar parcialmente la visión «y lo primero que hice fue pesarme y mirarme al espejo, lo que también fue duro porque no me reconocía y me impresionó mucho verme así», dice señalando que en la Unidad de Quemados de Cruces no hay espejos y que incluso prohíben a las visitas entrar con móviles.
Después de infinidad de pruebas y 35 días desde que acudiera a Urgencias por primera vez consiguieron dar con un diagnóstico: el síndrome de Lyell, una enfermedad rara que suele afectar al 30% del cuerpo, pero que en su caso las quemaduras del tejido interno y de la piel se extendieron hasta el 90%.
Vuelta a casa
Al cabo de 49 días le dieron el alta, con la incertidumbre de qué le provocó la enfermedad y cómo prevenirlo, por lo que no descartan que le pueda volver a suceder. Le advirtieron de que el proceso de recuperación sería duro y dos años después sigue comprobándolo.
La piel se le ha regenerado pero le han quedado secuelas. «No puedo comer ciertos alimentos porque me duele. Mis órganos y el tejido del interior están llenos de cicatrices y eso hace, por ejemplo, que no pueda comer alimentos como galletas, carnes rebozadas o picante porque me suelen salir llagas en la lengua, que también se quedó en carne viva. Hay días que el agua me quema. Me he quedado ciega completamente del ojo izquierdo y tengo que estar pendiente de que no le ocurra lo mismo al derecho», enumera.
Cuando regresó a casa del hospital «se me vino todo encima». Tuvo que memorizar su ropa del armario y enfrentarse a que el simple hecho de poner un café podía terminar con la taza en el suelo. «Estoy en un aprendizaje continuo». Y no solo ella, también la gente que le rodea. «Intentan ayudarme pero sé que es difícil porque no es una situación sencilla de entender», confiesa.
En breve encarará una nueva etapa en su vida. Acudirá a la ONCE para recibir asesoramiento «y a tirar para adelante». «Venga lo que venga estoy segura de que no será peor de lo que ya he pasado», concluye con optimismo.
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