En la tele se ve mejor, te dicen. Y por supuesto que se ve mucho mejor. Pero ahí estábamos en el Galibier, repitiendo el rito que me enseñó mi padre hace 39 años: el viaje feliz a la cordillera, a veces la acampada con vistas ... a picos y glaciares, el pedaleo por las curvas en las que dejaron huella las ruedas de Coppi, Merckx, Indurain. Si los aficionados al fútbol pudieran echar un partidillo en Wembley antes de una final, o si los del tenis pelotearan un rato en Roland Garros, sentirían algo parecido a los ciclistillas que subimos montañas del Tour. En el Galibier revivimos experiencias antiguas: el misterio, la espera.
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Aguardamos horas, resguardados entre rocas del viento frío, leyendo, comiendo, sin saber nada de la carrera. Nadie tenía señal. Del fondo del valle subieron por fin helicópteros, motos, coches con sirenas. De pronto, en una curva tres kilómetros más abajo, surgieron ocho ciclistas diminutos. La montaña rugió. Creímos distinguir a los favoritos. Desaparecieron. Al cabo de un rato estalló un aullido masivo en la curva oculta a nuestros pies, se nos apareció Pogacar esprintando de pie con toda su furia y Vingegaard sentado perdiendo centímetros, justo delante de nuestras narices, con los glaciares al fondo, y se nos puso carne de gallina, y vimos muecas, babas y sudores de los descolgados, luego la fiesta del público con los que ya soltaban piernas y saludaban, la agonía de los últimos. En la tele se ve mejor, en la montaña se siente más.
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