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Acher
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Si tuviera que elegir una montaña para explicar los Pirineos, escogería el Castiello d'Acher», dijo el geólogo Asier Hilario. Me gusta entender el mundo con los pies, así que caminé alrededor del Castiello. Salí de la Selva de Oza y remonté el valle de ... Guarrinza, excavado por los glaciares y ocupado por los humanos, tan minúsculos, tan intrépidos. Los pastores de hace cuatro mil años firmaron el paisaje con sus crómlech, con ese dolmen en el altiplano verde de Aguas Tuertas (aguas torcidas: por el festival de meandros que traza el río Aragón Subordán). Subí al puerto d'Acher y entendí a Hilario. Vi una montaña roja como el pimentón, formada por arcillas y cantos rodados, restos de un primer Pirineo quizá tan alto como el Himalaya que se erosionó hasta desaparecer en tiempos de Pangea. El océano cubrió esa escombrera durante millones de años; los bichitos marinos depositaron sus esqueletos minerales formando las capas calizas que luego, al levantarse, se convertirían en el Pirineo actual. Vi los dos Pirineos: sobre la encía roja se alzaba la tremenda muela gris del Castiello. Antes de bajar a Oza, me tumbé en la pradera donde corrían las marmotas, chillaban las chovas, zumbaban las moscas que viven pocos días, y me inundó el placer del montañero: mirar el Pirineo y sentir que toda esa inmensidad de tiempo petrificado se hace consciente a través del cerebro de los humanos, esos bichos que contemplan el misterio comiendo un bocadillo de jamón.
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