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El monitor de surf creó su escuela de surf en Hondarribia «como tapadera» para poder mantener «una conducta depredadora y sexual» y realizar «todas estas ... actuaciones deleznables» que se han venido relatando en el juicio desarrollado en la Audiencia Provincial de Gipuzkoa. Es la conclusión final formulada este viernes por la abogada que representa a diez de los once menores que denunciaron al instructor por presuntos abusos sexuales.
En la décima y última jornada de la vista oral en la Sección Tercera de la Audiencia, la letrada ha expuesto que la escuela de surf «no era un negocio» sino «la excusa para poder estar con menores». En todo caso, la academia «era una fábrica» y los alumnos «el producto». Ha basado este argumento en la propia declaración del encausado, que dijo que se estableció por su cuenta al percatarse de que en la escuela donde había estado contratado antes el nivel de las clases era de iniciación y consideraba necesario «una escuela de perfeccionamiento». La acusación sostiene que «la mayoría de alumnos no tenía ni edad ni nivel» para acceder a un perfeccionamiento.
Más bien, según la abogada de diez menores, el acusado «se valió de la confianza que se ganó en la otra escuela» para arrastrar hasta su academia a varios menores, que «eran luces blancas, niños al comienzo de su desarrollo personal».
En su estrategia, al igual que acusó este jueves el fiscal, el monitor gozaba de «una buena imagen social» en Hondarribia y además se ganó «la confianza» de los padres: «Frecuentaba los lugares de trabajo de algunos, otros eran amigos de su hermano o de él de toda la vida». Una madre, ha recordado, «lo consideraba uno de esos cinco amigos que te regala la vida». Y «si le gustaba un niño, se acercaba a los padres».
Eran «niños guapos por dentro y por fuera» que respondían a un perfil: «guapos, de tez blanca, rubios, sin maldad, buenos y muy impresionables», de tal forma que «jamás podían pensar que les podría hacer algo malo» porque, «como ellos decían, era como un padre sin lo malo de un padre». Era alguien «que llevaba una vida guay y querían ser como él, tener la vida que él proyectaba» con el surf y la música que pinchaba.
En resumen, la abogada considera que todo responde a un plan «diseñado de antemano», de «una idea preconcebida» para organizar «un contexto de maldad para crear sus macabros actos». Para ello, «no utilizaba la violencia física» sino «la psicológica». Primero «comenzaba con una deducción» del menor y una «excesiva demostración de afecto» con «besos y abrazos», que no era sino, en su opinión, «una herramienta de control» ya que conseguía «manipular» a los chavales con la retirada o no de ese afecto según accedieran o no a sus deseos. «Ese afecto era una moneda de cambio para mantener el control», ha rematado, porque los menores «sabían lo que tenían que hacer para que él estuviera contento».
De alguna manera, el instructor «les creaba una dependencia emocional» haciéndoles creer a todos «que eran especiales, únicos». En esa «manipulación emocional», fomentaba «la rivalidad o celos» entre unos y otros, de manera que «se enfadaba con un favorito porque podía permitirse el lujo de tener a otros favoritos preparados». Para poder abordarlos «en su furgoneta, en su casa, en su garaje o en los surf camps», donde llevó a cabo «tocamientos, masturbaciones, felaciones y penetraciones anales».
Visiblemente emocionada, la abogada ha querido transmitir un mensaje de agradecimiento que le ha pedido a un menor hacia «el chico que una vez tocó la ventanilla de la furgoneta» cuando él estaba a solas con el monitor, lo que «acabó con su infierno».
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