Cecilia Ordóñez, profesora de preescolar, salió tarde de una reunión y no llegó nunca a su casa. Al día siguiente los vecinos enarbolaron sábanas blancas y recorrieron el territorio indígena de los ingas de Aponte (Colombia) para buscarla. Fernanda Villota tenía entonces 7 años: «Salimos ... hasta los niños con las banderas, todos con el vestido tradicional blanco y negro, y encontramos a la profesora en un barranco asesinada a tiros. Del bolso se le había caído un queso. No lo olvidaré nunca». Guerrilleros y paramilitares se disputaban el territorio porque allí cultivaban amapola para heroína. Cobraban impuestos, implantaban toques de queda, asesinaban con soltura. «A Cecilia la mataron porque salió más tarde de las seis, pero lo hicieron para asustar a las mujeres». Castigaban a las respondonas: las ponían a barrer las calles con un cartel que decía «por peleona» o «por infiel». En pocos años hubo 150 asesinatos en una comunidad de cuatro mil personas. Fernanda se pasó la infancia abandonando las canicas en la calle cuando estallaban tiroteos, para refugiarse en los cafetales, y ahora con 29 años es secretaria del cabildo indígena: una de las jóvenes que impulsaron la transformación. En asambleas guiadas por la ayahuasca, la bebida sagrada alucinógena, los ingas decidieron constituirse en territorio autónomo, erradicar a machetazos la amapola y expulsar a los grupos armados. «Sin la amapola vivimos pobres y amenazados», dice Fernanda, «pero vivimos».

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