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Cuando me dijeron que nuestro tío Pedro estaba hospitalizado por un ictus, pedaleé hasta Goizueta. Me lo cruzaba a menudo en esa carretera del Urumea o me lo encontraba en el pueblo, tomando un café junto al puente, con sus amigos del club Loiolatarra. Debía ... de ser el ciclista más risueño y relajado de Gipuzkoa. Le vacilábamos por la mugre que acumulaba su bici o por las cubiertas gastadas y él respondía: «Vosotros mucha bici pero no andáis ni hostias».
Hace años veía siempre a Ignacio Arizmendi sentado en el puente de Fagollaga. Era un anciano que me había contado historias sobre la fábrica de anclas y sus viajes de niño con un burro para llevar comida a los arqueólogos que excavaban «las tumbas de los gentiles». Dejé de ver a Arizmendi; dejé de ver a otro viejecito simpático que pasaba las horas en la puerta del caserío Agirreberri y saludaba con la mano a los ciclistas: sigue ahí sentado si lo buscas en el Google Street View de 2012 y 2018, pero ya no más.
Pedaleé hacia Goizueta con la congoja de que Pedro quizá no se recuperaría como para ir otra vez en bici hasta allí. Vi una ardilla atropellada y me paré. Justo pasaron unos cicloturistas de Loiolatarra y me preguntaron si todo bien.
A los pocos días Pedro murió. Esta semana he vuelto a Goizueta, he mirado el puente de Fagollaga, el caserío Agirreberri, el punto donde vi la ardilla, sé que en ese valle siempre me acompañarán las ausencias, sé que siempre pedalearé con Pedro.
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