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En 2010 acompañé como periodista a Alberto Iñurrategi, Juan Vallejo y Mikel Zabalza en su expedición al Broad Peak, en la cordillera pakistaní del Karakórum. Los porteadores baltíes acarrearon bidones con material para un par de meses, caminamos una semana por glaciares entre murallas de ... seis y siete mil metros, y acampamos en una morrena central a 4.950 m. En aquel mundo de roca y hielo no vimos ni rastro de vida. Las siguientes semanas aparecieron otros grupos, hasta sumar treinta o cuarenta personas, y de pronto descubrí una araña en nuestra tienda comedor. ¡Una araña! A los pocos días vi un ratoncito. Y una mañana, al salir del saco, me encontré con una bandada de pajarracos negros con picos amarillos: chovas piquigualdas, atraídas por la comida del campamento.
Unos montañeros catalanes subieron al campo que habían plantado unos días atrás con tiendas y víveres a 7.000 m, donde planeaban dormir durante su intento a la cumbre, pero bajaron desolados: las chovas habían destrozado las tiendas a picotazos para llevarse la comida. Juan Ignacio Pérez Iglesias, catedrático de Fisiología y autor del libro Animales ejemplares, me explicó que las chovas son las constructoras del nido más alto jamás descubierto, a 6.500 m, y que los embriones prosperan porque su hemoglobina es muy eficaz obteniendo oxígeno a presiones bajísimas. En la conquista de las cumbres, los montañeros tienen rivales tan feroces como los humanos pero mucho más discretos.
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