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Hace treinta años 'Bixio' Górriz se retiró del fútbol en el último partido de Atotxa y de paso clausuró mi adolescencia. Con 17 años dejé aquellas gradas de hormigón, adonde llegaba una hora antes para asegurarme un sitio en el que las columnas de hierro ... no me taparan las porterías; aquella selva que olía al tufo dulzón del mercado de frutas, a hierba regada y al humo de los puros; aquella verja contra la que se estampaban las avalanchas y que un día atravesamos para correr por el césped celebrando un título de Liga. Con 18 pasé al estadio de Anoeta, trasunto de la vida adulta: funcional, correcta y separada de la emoción por unas desoladoras pistas de atletismo.
Como un hilo que va cosiendo la vida, ahí seguía Górriz. Con sus dos Ligas, una Copa, una Supercopa, una semifinal de Copa de Europa y un gol en un Mundial, podían haberlo subido a los altares de la Real, pero se sentaba en la misma tribuna baja de Anoeta que yo, en una localidad barata, animando con la bufanda que le lanzaron desde la grada de Atotxa. Una vez, con perdón, meé dos urinarios más allá de donde meaba él. Pensé que era bonito que Górriz meara con todos y me pareció que esto tenía alguna relación con el hecho de que hubiera alcanzado los 599 partidos y no los 600. Es un magnífico ejemplar de guipuzcoano, quizá lo mejor que podemos ser: un tipo que lo hace todo bien, año tras año, y sigue siendo discreto, humilde, alegre; un tipo que alcanza el éxito y siente un poco de apuro.
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