Dejamos el sendero, nos metimos en el bosque y trepamos entre zarzas, sudando a mares. Al cabo de un rato él dudó. Miró a un lado, miró al otro, se llevó el dedo a los labios para ordenarme silencio y creí que nos iba a ... caer encima un comando del Vietcong. Susurró: «¿Notas una corriente de aire frío?». Pues sí. «Entre esas rocas hay una galería, de ahí sale la brisa». Desplegó, triunfal, el mapa 1:100.000 que había completado durante años, con sus puntitos de colores que marcaban bocaminas, filones, hornos y ruinas de ferrerías. Señaló un punto: «Aquí estamos, en Lorditz». Xabier Cabezón, mi guía, detector de brisas, explorador del Leitzaran desde hace medio siglo, había descubierto las ruinas de un cargadero y los carriles oxidados de un tren tirado por mulas que bajaba el mineral al valle.
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Cabezón y sus colegas del Burdina Taldea acaban de homenajear a los mineros que trabajaron en Leitzaran desde hace 2.500 años. Aquí funcionaron 34 ferrerías medievales. Hasta hace poco teníamos una colección fabulosa de fábricas de piedra de seiscientos años, como habrá pocas en el mundo, pero las excavadoras (que ya merecen figurar en el escudo de Gipuzkoa) las derribaron a conciencia. Las autoridades no dijeron ni mu. Los paneles turísticos de Plazaola ni mencionan la ferrería que sepultaron allí mismo en 2007 con una capa de escombros y cemento que ríete tú del sarcófago de Chernóbil. Queda leitzaran.net, la gran obra de Cabezón, enciclopedia viva, memoria resistente.
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