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Corrió la leyenda de que los habitantes de Biarritz vivían muchos años, así que los médicos recomendaron tomar baños de olas vigorizantes en sus playas y los aristócratas completaron sus estancias en las termas del Pirineo con chapuzones en el Atlántico. En 1765, las autoridades ... abrieron caminos para que las «personas de calidad» bajaran sin peligro a las playas de Biarritz.
El acceso más complicado era el de la Costa de los Vascos, una playa violenta, expuesta al noroeste, a las tempestades, las marejadas y los desprendimientos del acantilado que arrasaban con las casetas de baño. Hasta entonces se llamaba Costa de Pernauton, por el nombre de un caserío cercano, pero en los tiempos del turismo imperial la rebautizaron Costa de los Vascos porque solo los nativos se atrevían a bañarse allí. Mientras los remilgados lords ingleses, las pusilánimes princesas rusas y los pechohundidos subsecretarios parisinos daban saltitos en la orilla de la Grande Plage y gritaban huyuyuy, los vascos preferían arrojarse a las olas titánicas. Ese es el relato épico. La verdad tiene que ver con la separación de clases: los nativos (sirvientas, obreros, campesinas y pescadores) iban a ese arenal peligroso de las afueras porque el ambiente aristocrático de la Grande Plage no era para ellos.
Y así se extendió, de Biarritz a Donostia, una de nuestras más venerables tradiciones: la de juzgar la calidad de las personas según la pasta que traigan.
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