Un hombre que rondaba los 70 años agarró el micrófono, respiró hondo y habló muy seguido: «Nos fuimos a América porque la vida aquí estaba muy difícil. Pero la de allí no salió mucho mejor. Yo era muy joven, me dieron dos mil ovejas, dos ... perros y dos burros y me mandaron al desierto de Nevada. Me levantaba a las cinco para cocer pan en un agujero en la tierra. Era una vida muy triste. Todo el día solo. Yo hablaba y yo mismo me respondía. Por suerte eso se acabó. Ahora aquí en casa vivimos muy bien, vivimos mejor que en América. Nosotros hemos andado por caminos muy estrechos antes de pasar a los caminos anchos».

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En aquel encuentro de Elizondo, los pastores veteranos se reencontraban tras cuarenta años, se abrazaban, charlaban en euskera y en inglés. «¿Y tú cuántas cascabeles mataste?». «¿Yo» «¿A la semana?». Hablaban de ovejas, burros, perros y escopetas; del merodeo de las serpientes y los coyotes; de la juventud quemada dentro de un carromato a solas con un póster de Raquel Welch; de las lloreras, tantas lloreras, hasta agotar los contratos de cuatro años en el desierto y vuelta a empezar. Un pastor de Etxalar habló de las noches felices. Le gustaba bailar swing en Los Ángeles, con mujeres a las que solo prometía amistad, porque él pensaba casarse con una chica de su pueblo. Se fue con 21 años a América, regresó con 38 y se casó a los 48, con una mujer de Etxalar, claro. Cumplidos los 80, recordaba los swings que bailaba con las mujeres latinas.

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